Juan Suárez Proaño: (Quito, Ecuador, 1993). Poeta y editor. Máster en Teoría Literaria por la Universidad de Salamanca. Ha publicado los poemarios «Lluvia sobre los columpios» (2014), «Hacen falta pájaros» (2016, El Ángel Editor), «Nos ha crecido hierba» (2018, El Ángel Editor), «El nombre del Alba» (Nueva York Poetry Press, 2019), «Las cosas negadas» (Premio Nacional de Poesía Paralelo Cero 2021; Reedición en El Cisne Negro editorial, Honduras, 2023) y «Almas de intemperie» (Antología, Llamarada Verde, Bolivia, 2023). Es editor en El Ángel Editor y Revista Esteros. Su primer cuento, «Un ser mínimo», obtuvo el Primer Premio en el Concurso de Narrativa Allan Coronel, 2024. Ha traducido varios poetas para revistas y medios digitales.
Este es nuestro sitio
I
Fue una madrugada como cualquiera,
prescindible y pacífica sobre las colinas:
llegamos
hartos de tanto buscar el mañana,
hartos de no recibir otra señal
que no fueran los halcones
que venían a llevarse las crías de nuestros perros.
Alguien
desde la umbría celda del frío
susurró en los oídos del sueño
«es aquí, descarga tus valijas».
Y así lo hicimos.
Llegamos
a los rincones amarillos de la ciudad
para ver como el día ejecutaba a los gorriones,
llegamos a los purísimos hospitales
aromados de tos y vergüenza
y más tarde a las tabernas
repletas de cuerpos no nacidos
que en silencio andan desde entonces a nuestro lado
y vamos en silencio con ellos
porque tenemos clara nuestra repartición de lealtad.
II
Y revolotearon
ante los ojos habituados al asombro
las cosas que nos habían sido otorgadas:
hojarascamente llegaron las charlas de las viudas
y las conversaciones de los ciegos con la luz.
Vino la pobre sal buscando su sitio en los riñones,
los capataces del destino
a pisotearnos el hígado y la garganta,
los días como una cicatriz ardiente
que nos alcanza cuando estiramos las manos.
Y de los muchos pájaros que la ciudad acoge
picotearon nuestros pies las palomas,
siervas de lo común y prescindible.
Eventualmente vino el cuarto sombrío
que se repiensa siempre,
el amor leal en la infidelidad,
el metálico olor
del pisoteado corazón del cielo,
y los mensajes en garabatos que el dios más viejo
nos hacía llegar en el vuelo de las moscas.
III
Desde esa madrugada
tenemos el agua sedosa de la fiebre,
y para que nunca hagamos reclamos
corre por nuestros dedos los domingos
el agua bendita
que no cura los navajazos ni el fracaso
ni la llaga de saber que de ninguna pobreza
tenemos la culpa
pero que eso no será impedimento
para que atraviese los huesos de los hijos
y ellos, en justas rabietas, nos hallen culpables.
IV
¿Realmente esperábamos algo más?
Siempre estuvimos al tanto de la ceniza
siempre fuimos grises en las pistas de baile,
y aun así, ciertas veces, en ciertas callejuelas,
esperamos hallar un rincón generoso
un paisaje poblado de luz.
V
A quién podríamos preguntar
cómo luce la belleza. Quién podría decirnos
si no estuvimos frente a ella
y la dejamos pasar
porque estábamos ocupados
hablando con las piedras que sueñan con ser tórtolas.
Quién podría hablarnos
si los padres
hace siglos que no contestan.
VI
Tarde supimos que nos sonreía
el diente oscuro de la intemperie
pero ¿cómo podríamos saborear el mundo sin su mordida?
Tarde supimos que el deseo de vivir
nos estalló en los labios como agua hirviendo.
Pero ¿hay alguien a quién le importe nuestros deseos?
VII
No amamos el mundo que nos toca
porque fue negado a nosotros
el tiempo de la contemplación.
Pero seguimos devorando los panes duros de la verdad
y bebiendo el trago de la pérdida
hasta perder la compostura,
y entonamos canciones propias, místicas canciones
aprendidas o inventadas en parques,
y empieza una celebración lamentable, una celebración insomne,
una celebración a la que no asisten los triunfadores.
No estamos solos.
Somos también estas mujeres
y su murmullo de mutiladas luciérnagas,
estos adolescentes, amados ya
por el musgo, siervos de su coraje;
estos hombres arrastrados por las olas
de la imperfección y la fe,
estas crías que huyen con bolsas robadas
en las manos
y compartimos el golpe del alba,
aprendemos la postura
en que nos luce mejor la medalla de los últimos,
entrenamos en el dolor
honesto y claro
sin que nadie haga de él catástrofe
o leyenda.
VIII
A veces nos asomamos a la vida
y parece un carnero
que mastica las hierbas que germinaron
cuando el bosque de la esperanza fue quemado.
A veces,
nuestra sangre derrite el granizo en las veredas.
Así seguimos,
buscando, en la geometría más feroz,
la ternura.
Si alguien quiere cruzar nuestra puerta
tendrá que demostrar
que lleva en el lugar del alma una piedra oscura,
un pedernal que se enciende
con el roce de la obstinación.
Tendrá que demostrarnos
que cree con firmeza
que aún no ha sido inventado en el mundo
aquello que no puede ser soportado.
Preferimos la valentía a las razones
para defender este lugar
como si alguien
quisiera disputarlo.
Aquí estamos.
No se nos abrirá otro sitio.
La tarea
I
El estrépito del alba es un alfiler en los ojos.
Ella te besa los párpados
y descubres que sigue allí
en su rutina de acompañarte.
Piensas escribir sobre el amor,
sobre dos desconocidos
que aprenden a tolerar la vejez mutua,
a tenerse piedad sin lastimarse.
Pero qué dirían al leerte
aquellos cuyos labios son tocados
solamente por la miel del abandono,
que dirían los maridos y las mujeres
que leen periódicos viejos en la mesa y no se hablan
porque nada tienen que decirse quienes fracasan al unísono.
Mejor escribir sobre la aurora.
Pero qué dirá aquella criatura
que ofrece caramelos a la luz
y el humo de los autos le da el calor de una madre.
¿Qué peso tienen las palabras en la intemperie,
cómo dibujar en un poema
los estómagos de las crías rodeadas
de botellas rotas?
II
Se ha terminado el café.
Entre estudiantes dormidos de pie
en las paradas de autobús
atraviesas el corazón de la ciudad.
Deberías escribir sobre las calles
gobernadas por orines
y perfumes de muchachas
que se arremolinan para dar su primera estocada.
Pero entonces qué dirían las colinas
asomadas a los lejos
como un reino sobreviviente de la niebla:
qué dirían las hijas que nunca llevaste allí
para que escucharan el crecimiento de las hojas,
qué dirían los caminos
donde el verde aguijón de los pinos
teje una espeluznante quietud.
Quizás debas escribir sobre los campos
que ya no conoces. Sobre los rebaños de cebollas
o el país que es un atado de chilca
que barre la madrugada de las calles.
Qué palabras usar para la patria,
para hablar de la escasa edad
de los que parten, amontonados en un camión
y dejan al niño con abuelos enfermos.
Cómo hablar de los rostros, cobrizos como balas,
que fabrican al país
y que nunca aparecen en los comerciales.
No hay palabras que balanceen en el pecho un puñal
o que se igualen al destello de un país
atravesado por jóvenes
de cuyas bocas surgen nombres de desaparecidos
ávidos como incansables cigarras.
III
Ante ti surgen manos
como sembríos de langostas,
como lenguas de terneros
que buscan la leche de la limosna.
Cómo hablar de ellos
sin que se vuelva incómoda
toda la poesía.
IV
Ibas por un sobre de café soluble
y has perdido el día mirándolos.
¿Quién podrá testificar ante la vida
si jamás le ha estremecido el frío de los ebrios
que duermen en comunidad bajo las bancas
con la noche guardada en sus gorras,
ignorantes del destino de los olvidados?
Pasaste sin alterarlos,
sin mezquinarles el ritual de la contemplación,
y allí, bajo el arupo ecuatorial
negado al otoño, pero deshojado,
hablaste el lenguaje más perfecto:
gemidos más puros que las sílabas,
sollozos que habías guardado
—por si acaso, nada más porque la miseria
te ha enseñado a ahorrar—.
Pero ni una sola página
ha sido escrita con las goteras de los ojos
mal construidos por las manos de un dios
que poco sabe de albañilería.
V
Has logrado empujar a la cima de tu alma
la piedra del recuerdo:
vuelves a ver aquella tarde,
la mano tatuando tu rostro desnudo,
un rebaño de luz o niños o palomas
corriendo a tus espaldas,
la sospecha fallida
de que no tendrías que abandonar nada más
y las polillas de la esperanza
estrellándose contra lo que debía ser tu espíritu.
Ningún perro ni amigo
había muerto aún en tus manos.
Ninguna amante se había avergonzado aún
de tus remiendos.
¿Qué palabras podrían devolver aquellos días
para obsequiarlos a los hijos de tus hijos
y a los que solo tienen en sus bocas
una sed de peces enfermos?
VI
Los caseríos tiritan de ausencia
y adivinas que es hora de regresar.
Allí espera tu morada, por suerte,
en la misma calle del sanatorio
y dentro la voz de la mujer
a la que perteneces
con su paciencia heredada del alba,
con su bondad extrañamente duradera
rehaciendo la geometría de tus venas.
Pisas el polvo mil veces pisoteado,
te descalzas, perdonándote,
y piensas quién querría cambiarte una estufa
por algunos de los libros que ya no lees.
Quizás, otra vez, valdría la pena el intento
de escribir sobre el amor, o de la casa
donde puedes regodearte
de tener una cama, pequeña y digna.
Pero el sueño siempre postergado,
ese amigo leal y cobarde del vencido,
golpea, mendigo, en tus párpados.
Y en la penumbra
eres apenas una espiga
arrasada por la guadaña del tiempo,
una estatua a la que acuden los recaderos de la ruina
para insistir:
debes seguir tratando
debes seguir tratando
debes seguir tratando de escribir
sobre la vida.
La deuda
…para los que pisan sus fracasos y siguen
Rubén Bonifáz Nuño
Hermanos trístidos, qué buenos éramos…
Marco Antonio Campos
Si alguien me hubiera impedido robar esos libros
donde hallé escritas oraciones
para los que pisan sus fracasos y siguen,
si alguien hubiera tenido la decencia
de embaldarme el alma con agua helada
y borrar de mí esas páginas para siempre,
si tan solo alguien me hubiera dado un oficio rentable,
esta tarde
no estaría buscando regalar mi última manzana
y tendría más lleno el estómago,
no habría salido a ofrecer el torpe vino
que cultivé en las bodegas de mi alma.
No me habría reconocido en el rostro
del hombre al que asedian quiméricas mujeres
que entran sin tocar en el pensamiento
—no habría notado
que le duele, como a mí,
no saber qué decirles—.
No pensaría en mi abuelo
que construyó descalzo nuestra casa
cada vez que me pongo los zapatos.
No habría sembrado bajo mi cama
la semilla de la inquietud
que creció hasta derribar el techo
y me ahoga con sus raíces cuando duermo.
La muerte del vecino anónimo
no hubiera sido un alfiler en mi médula.
No me habrían tosido en la cara
ni me habrían escupido en los pies una saliva de cigarro.
Estaría en paz conmigo
leyendo contratos o revistas
donde se anuncia el próximo crucero a la luna.
No pensaría que la luna está entre nosotros.
No me habría fijado en las manos
de los que duermen en las bancas
colgantes como campanas mudas, como aceptando
haber perdido la contienda.
No me habría acercado
a riesgo de contraer la lepra de la vergüenza
a las mujeres de la noche, no les habría preguntado
si tienen seguro social
o a qué edad esperan jubilarse.
No habría salido de su morada sollozando.
No habría perdido el tiempo
hablándole de colibríes a un niño que no conozco,
no me habría arrodillado
junto al que oraba a las puertas del hospital
y ahora no tendría problemas de rodilla.
No habría sido
mística, honradamente trístido esta tarde
en que miro menguar en la muchedumbre
a quien pudo ser mi último amigo.
Si alguien me hubiera impedido robar aquellos libros
y no los hubiera leído hasta carbonizar mis ojos
hasta que mis ojos lo vieron todo
y todo era una procesión de calandrias marchándose,
yo no habría entendido que el mundo
está hecho para apostarle al bando de los perdidos.
Solo la muerte
lejos, lejos todavía
nos habría juntado.
No nos pareceríamos.
No estaría de su lado.
No habría tenido propósito mi tarde.