NO es fácil y hasta parece imposible explorar e identificar las raíces de la violencia. Los extensos estudios realizados sobre la materia, se quedan en la superficie, habida cuenta que el hombre es impredecible. Hoy es fresco vientecillo y mañana endemoniado huracán. No hay forma de cambiarlo porque no existen el sentido de la solidaridad y compasión humanas. En su yo parco, cerrado, admonitorio y exclusivo apenas hacen tanteos sicólogos, siquiatras, sociólogos y criminalistas, sin haber logrado descorrer los velos de misterio, con las incógnitas de la mente humana.
Aunque son muchas las aristas del intrincado problema de la violencia, sobresale una de las más preocupantes: la crisis económica que abate a casi todo el mundo, centrada especialmente en los países en vías de desarrollo, con sus acentuadas desigualdades sociales. Puntualmente concurre a acendrar el fenómeno, la falta de empleo remunerativo. Un desocupado es prospecto del delito. Y si a ello sumamos la deficiente formación educativa y cultural de un significativo volumen poblacional, más otros factores derivados como el tráfico de armas y drogas, el panorama resulta definitivamente sombrío.
La criminalidad en Honduras, pese a los múltiples esfuerzos de las últimas administraciones, ha generado un inquietante incremento que hoy ocupa enormes espacios en los diversos medios de comunicación masiva y redes sociales. Los hechos sangrientos más abominables están a la orden del día, tanto en ciudades grandes y pequeñas como en poblados rurales. Que un mal llamado padre asesine con inaudita saña a un hijo, o viceversa, o a su compañera de hogar, a su hermano o cualquier pariente, “ya no es noticia”, como se dice en la jerga periodística. Y qué decir del asombroso número de homicidios múltiples, feminicidios, secuestros, asaltos, robos y casos de extorsión que se han registrado en apenas los tres primeros meses del año. Pareciese, más bien, que ya la sociedad como tal no se conmueve para nada. Algunos sectores sociales, por cierto, prefieren enderezar cuestionamientos a la prensa por andar de “amarillistas”.
Las autoridades a quienes corresponde velar por la seguridad ciudadana, e incluso algunos observatorios académicos que examinan a diario la materia, nos hablan de algunos avances en los últimos años. Nos ofrecen cifras, por ejemplo, que en 2022, los homicidios disminuyeron un 12.8%, alcanzando una tasa de 35.8 por cada 100,000 habitantes, la más baja en una década. Sin embargo, esta cifra sigue siendo alta en comparación con la tasa mundial y regional. Las armas de fuego son el principal medio utilizado en los homicidios, representando más del 75% de los casos. En el primer trimestre de 2024, los homicidios continuaron disminuyendo, con una reducción del 18.1% en comparación con el mismo período del año anterior. Los jóvenes entre 18 y 30 años siguen siendo las principales víctimas, aunque también se registró una disminución significativa en este grupo.
La percepción, a la luz de lo que cotidianamente se informa, es sencillamente alarmante. Y algo más, de manera integral, hay que hacer de inmediato para la prevención del delito. Porque ya no es suficiente actualizar las disposiciones legales para endurecer las penas contra el crimen organizado y la corrupción. Implementar programas comunitarios que fomenten la educación, el empleo y la inclusión social sobre todo en zonas vulnerables. Y, por supuesto, no solo mejorar la capacitación y tecnología de las fuerzas policiales de investigación, siempre y cuando se permita, mediante la transparencia y rendición de cuentas, recuperar la confianza entre la ciudadanía y las instituciones de seguridad y aplicación de justicia. Algo más hay que hacer.