UNA ENTREVISTA CON JUAN RAMÓN MOLINA

Adolfo Zúñiga
Tomado de la revista Acervo, 1994

La entrevista que reproducimos fue publicada en el “Diario de Honduras”, dirigido en Tegucigalpa por el doctor Adolfo Zúñiga a principios del siglo XX. El diálogo entre el poeta Molina y Zúñiga —inserta en la edición correspondiente al 21 de noviembre de 1906—, se produjo a raíz del retorno del primero a su patria, luego de asistir a la Conferencia Panamericana de Río de Janeiro, como miembro de la delegación oficial de nuestro país, presidida por el doctor Fausto Dávila.

Ayer tuvimos con don Juan Ramón Molina una larga entrevista, a propósito de su viaje por Estados Unidos, Brasil, Portugal, España y Francia. Bien conocen nuestros lectores el alto aprecio que siempre hemos tenido, no solamente por el escritor, sino también por el amigo. Nuestro periódico le ha estimado como el más importante de sus colaboradores, y hoy que regresa del extranjero, lleno de vida, de salud y de ideas robustecidas con el roce de la civilización, nos apresuramos a ofrecerle las columnas del Diario de Honduras, donde verterá de nuevo muchas producciones de su pluma, hoy más brillante y poderosa que nunca. Hombre serio y frío, cuya juventud ha sido una especie de novela, Molina se ha refugiado en la literatura como en una cima, envolviéndose allí en la nube de las meditaciones. Taine y Goethe, como dijo en el pueblo de La Ceiba, han sido sus maestros, sus mentores.

Por eso contrasta la serenidad de su pensamiento con algunas páginas ardientes de su vida. Júzguese como se le quiera juzgar, es lo cierto que, propios y extraños, le consideran como algo superior y grande que está por encima de nuestro medio intelectual. Mientras publicamos algo de él, allí va la relación de nuestra entrevista.

El Director:
—¿Han hecho ustedes un viaje completamente feliz?

Molina:
—Del todo. No hemos tenido ningún contratiempo, ni en la tierra ni en el mar. La travesía de New York a Río de Janeiro fue bastante peligrosa, a causa de las malas condiciones del vapor en que íbamos. En realidad, nos abrumó bastante, porque la distancia es grande. Largas semanas pasamos en la contemplación monótona del Atlántico, a veces tranquilo, a veces furioso, esto cansa y nos acercamos a la costa brasileña.

Director:
—¿Por qué no se fueron ustedes por Europa? ¿No era más cómodo así el viaje? Casi todas las delegaciones tomaron esa vía.

Molina:
—Es cierto; pero a nosotros no nos quedó tiempo. Preferimos embarcarnos directamente para la apertura de la conferencia, y lo consiguió de sobra, porque llegó antes que Rout y que varias delegaciones. Si la travesía no la hacemos así, de seguro nos presentamos tarde en la capital del Brasil.

Director:
—¿Dónde supieron ustedes las noticias de la situación anómala de la América Central?

Molina:
—En Pernambuco, llamado Recife por los brasileños. Allí, leyendo los periódicos, supimos por el cable la muerte del general Regalado y la probable intervención de Honduras en la contienda que se dirimía. Pero no nos formamos una idea cabal de los sucesos hasta nuestra llegada a Río de Janeiro, en donde nos impusimos de la nota cablegráfica del presidente Bonilla al presidente Roosevelt, en la que manifestaba que Honduras no había declarado la guerra, sino que la iniciativa correspondía al gobierno de Guatemala.

Director:
—Por supuesto que la noticia de la guerra debe haberles causado una penosa impresión. Deben haberse afligido un poco, viéndose tan lejos, casi incomunicados con su gobierno, con la triste perspectiva de una sangrienta lucha en su país.

Molina:
—Eso era muy natural. En nuestro caso a cualquiera le hubiera sucedido lo propio. Pasamos algunos días con ansiedad. Pero luego nos serenó un cablegrama del general Bonilla al doctor Dávila, en el cual le decía, si no recuerdo mal, que manifestase al presidente de la conferencia que la paz era un hecho. Así lo hizo el delegado de Honduras, con gran satisfacción de los miembros del Congreso Panamericano, entre los cuales habían causado mal efecto las noticias de los disturbios centroamericanos.

Director:
—¿Qué opinión íntima se formó Ud. de los trabajos de la conferencia? ¿Es cierto que ésta fue un verdadero fracaso? Muchos periódicos lo dicen claramente. Háblase de que el Brasil estaba sugestionado, de que no se trataba más que de la expulsión del comercio europeo de las aduanas sudamericanas, y de poco serio se hablara en las sesiones.

Molina:
—Como usted debe comprender, no puedo, en este asunto, cristalizar una opinión definitiva. La conferencia caminó áspera y siniestra en las primeras reuniones. Para unos la conferencia anduvo en emboscada. Como fui con carácter diplomático, no puedo concretar mi parecer, acabado de pasar el congreso, sin incurrir en una ligereza. Algo diré sobre él corrido algún tiempo, cuando con más seriedad, examine algunos trabajos y documentos que se refieren a dicha reunión internacional y que traje de Río. Desde luego, el tiempo no se ha perdido, y personajes y países se han acercado. ¡Quién sabe! De esa reunión puede salir, por manera extraña, algo grande para la América Latina. No digo esto, por decirlo. No. Me parece que los países latinos de este continente, después del Congreso Panamericano, se han dado cuenta, o se darán en breve, de su posición internacional, haciendo cambio de frente, más tarde o más temprano, pero haciéndolo. Es una simple opinión que luego explicaré.

Director:
—¿Se pronunciaron muchos discursos notables en el seno del Congreso?

Molina:
—Pocos, en mi sentir. La verbosidad latinoamericana, tan hueca a veces, no pudo lucirse, porque había cierta animadversión contra las charlas insubstanciales. No faltó, por supuesto, quien improvisase largas arengas …haciendo sonreír a los demás. En lo general, concretáronse todos a resolver, lo más pronto posible, los asuntos que se les encomendaron, aunque no faltaron comisiones indolentes. Pero las cuestiones que debían resolverse se terminaron casi todas en brevedad, porque el tiempo apremiaba y el clima empezaba a mostrarnos su ceño adusto. Según se decía por lo bajo, casi siempre se presentaban casos de fiebre amarilla, y hasta la peste bubónica apareció a cuatro horas de ferrocarril de la capital. Por consiguiente, todas las delegaciones querían marcharse pronto.

Director:
—¿Quiénes les recibieron en Río? ¿Se les dio muchas fiestas?

Molina:
—Al principio casi todos los festejos fueron dedicados a Roat, pero, habiéndose marchado éste a la Argentina, comenzó una serie de fiestas para el Congreso Panamericano. Hubo banquetes, bailes, recepciones, paseos en mar, excursiones e iluminaciones. Tal vez el gobierno de Río no estaba muy preparado para recibir a las delegaciones; pero hizo lo posible por quedar bien, en la medida de sus fuerzas. La mala condición de los hoteles, lo viejo de las calles y lo ruidosos/infieles de los coches, etc., contribuyeron a menguar el brillo a nuestra estancia en la capital del Brasil. Sin embargo, todos o casi todos salimos satisfechos.

Director:
—¿Cuándo se embarcaron ustedes para Europa?

Molina:
—El 29 de agosto, a bordo de un magnífico vapor inglés, el Atrato. Hicimos una travesía feliz, desembarcando en Portugal. De allí nos dirigimos a España, encontrándonos en Madrid el 15 de septiembre. Permanecimos en esa ciudad cerca de diez días, y salimos de ella para París, después de visitar Toledo y El Escorial. En París estuvimos cerca de tres semanas, embarcándonos en Bolonia, a bordo de un gran vapor alemán, para New York. En esta ciudad nos separamos del Dr. Dávila, que tuvo que venirse por la Costa Norte, donde tenía que arreglar asuntos particulares, embarcándonos a bordo del Tagus para Colón. Cruzamos el itsmo, estuvimos en Panamá algunos días, y llegamos el trece de este mes a Amapala, a bordo del vapor Perú.

Director:
—¿Viene usted muy contento de su viaje?

Molina:
—Bastante. He conocido muchas ciudades, cruzado grandes mares; visto nuevas cosas, que tienen que influir poderosamente sobre mi espíritu, modificándolo y fortificándolo. Nuestro viaje ha sido verdaderamente feliz, tanto por la armonía que ha reinado entre nosotros, como porque no se nos presentó ningún inconveniente mayor.

Director:
—¿Cómo se llamará el libro de impresiones que publicará Ud.?

Molina:
—Se llamará Tierras, Mares y Cielos y lo dedicaré al general don Manuel Bonilla. Como se comprende, será una serie de impresiones rápidas, de sensaciones de viaje, escritas a vuela pluma, a bordo de los vapores, en los cuartos de los hoteles. No tengo la pretensión de producir una obra profunda, porque sería imposible escribirla en las condiciones de rapidéz con que viajé por América y Europa. Breves descripciones, cuadros marinos, semblanzas de algunos hombres notables, poesías concebidas de repente, crónicas de grandes ciudades, algo, en fin, de todo lo que he visto, de todo lo que me ha hecho meditar en mi reciente éxodo. Paisajes, mares, montañas, poblaciones y perspectivas, desfilarán en mi libro como en una vista cinematográfica. En su periódico, próximamente insertaré algunas prosas y poesías.

Director:
—¿Se ha relacionado con algunos literatos prominentes?

Molina:
—Con todos los que fueron a Río y con algunos que conocí en Europa. Puedo decir, sin que se me tache de inmodesto, que he sido muy apreciado de ellos, según las muestras de consideración que recibí. Casi todos me conocían de nombre, lo mismo que a mi compañero el señor Turcios. Ambos nos hemos relacionado muy bien, encargándose el señor Dávila de presentarnos a personajes de otra índole.

Director:
—¿Qué idea se ha formado de su país a su regreso? ¿No le parece muy triste? ¿Le tiene más o menos cariño? Hable con franqueza.

Molina:
—La idea que tengo hoy de Honduras es la que me llevé: que es un país, aunque con grandes fuentes de riquezas, pobre relativamente. Tenemos poco territorio, exiguas rentas, escasa población. Nuestra patria, para decirlo de una vez, es muy humilde, de las más humildes del mundo. En el mapa casi no se echa de ver. Pero, precisamente por eso, hay que amarla más. Y nunca –lo digo con el corazón en la mano—la he querido más hondamente que a mi regreso. Poco faltó para que, al llegar a Amapala, abrazase a los remeros del bote que me llevaba a tierra. Es que el amor de la patria, dormido cuando uno está en ella, se despierta terriblemente en el extranjero, siempre que uno no sea un nómada cosmopolita o un degenerado. Yo que, por mis aficiones y correrías literarias, he vivido mentalmente en otras regiones, sentí algo así como nostalgia en diversos lugares. Al poner el pie en la sagrada tierra de Honduras, sentí que el corazón me palpitaba fuertemente, cosa que no me ha sucedido en ninguna parte. Por eso debe causar risa o desprecio quien, por haber viajado, en el extranjero, se cree autorizado, en su torpe necedad, para burlarse en seguida de sus compatriotas y del suelo que le vio nacer.

Hoy amo a Honduras mucho más que antes, de tal modo que hasta sus defectos me parecen cualidades, después de ver en otros países tantas cosas tristes, a la vez que tanta civilización y progreso. Ayudaré, pues, con mi esfuerzo mental, a la labor común de engrandecer a mi país, el mejor del mundo para mí.

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