Oscar Estrada
En febrero de 2023, las cámaras captaron una imagen que parecía salida de una ficción distópica. Decenas de cuerpos rapados, uniformados en hilera, encorvados como piezas de una coreografía punitiva, eran conducidos a la megacárcel del CECOT en El Salvador. En el centro de la escena, una figura emergía con sobriedad calculada: Nayib Bukele, el presidente que convirtió el encarcelamiento masivo en una narrativa de control. Pero esa imagen, tan estudiadamente brutal, reaparecería con un nuevo rostro en marzo de 2025, cuando Kristi Noem —la recién nombrada secretaria de Seguridad de los Estados Unidos bajo la segunda presidencia de Donald Trump— recorriera el mismo escenario, flanqueada por militares salvadoreños, para enviar un mensaje no al país que la recibía, sino al suyo propio.
La visita de Noem al CECOT no fue diplomática. Fue performativa. Fue una producción cuidadosamente escenificada, diseñada para cristalizar el nuevo ethos de la administración Trump: el enemigo está en la frontera, y el castigo ya no es solamente interno, sino que puede externalizarse. Con su declaración —“Serán perseguidos. Serán deportados. Serán encerrados”—, Noem selló algo más que un pacto entre gobiernos: articuló una doctrina visual del miedo. La megacárcel dejó de ser un fenómeno local para convertirse en vitrina hemisférica del castigo como política migratoria.
La historia de este acuerdo, sin embargo, no comienza en El Salvador, sino en los pliegues de una ideología que Trump lleva cultivando desde su primera campaña: la de un orden fundado en exclusión y en la violencia simbólica del encierro. Su resurgimiento presidencial ha sido acompañado por un giro aún más drástico: la invocación de la Ley de Enemigos Extranjeros de 1798 —una reliquia jurídica que no se utilizaba desde la Segunda Guerra Mundial— para expulsar migrantes sin juicio ni audiencia. Este marco legal, diseñado para tiempos de guerra, hoy se utiliza para tratar a migrantes venezolanos como amenazas armadas, ignorando principios constitucionales como el debido proceso y tratados internacionales que prohíben la devolución forzada a países donde peligre la integridad física del deportado.
Pero lo más inquietante de esta historia no es la ilegalidad en sí, sino su arquitectura. Porque esta vez el castigo no se queda en el territorio norteamericano. Se subcontrata. Se monetiza. Según reveló Telemundo, Estados Unidos ha comenzado a pagarle a El Salvador 20,000 dólares por cada migrante venezolano que encierre en el CECOT. En total, seis millones de dólares por 300 personas. Es el nacimiento de una nueva fase del modelo carcelario global: la externalización del castigo como instrumento geopolítico.
La narrativa oficial justifica esta operación en nombre del combate al crimen transnacional. Los deportados, afirma la Casa Blanca, pertenecen al Tren de Aragua, una organización criminal venezolana. Pero no existe evidencia pública que sustente tal afirmación. De hecho, al examinar los casos individuales, el relato se resquebraja. Jerce Reyes, futbolista venezolano, fue deportado por un tatuaje de fútbol interpretado como símbolo pandillero. Arturo Suárez, cantante, fue detenido por su nacionalidad. Ni uno ni otro tiene antecedentes penales. Ambos están ahora en celdas sin ventilación, sin acceso a defensores, sin sentencia ni calendario.
No se trata de excesos aislados, sino de una política deliberada. La prisión como escenografía. La alianza bilateral como performance. Y el CECOT como dispositivo de propaganda transnacional. El Salvador no solo recibe dinero: recibe protagonismo. Bukele ofrece no solo infraestructura, sino un modelo exportable, donde la represión es vendida como eficiencia, y el encierro como virtud.
Este nuevo paradigma tiene ecos históricos. En el pasado reciente, Estados Unidos ya había ensayado formas de externalizar su frontera: el programa “Remain in Mexico”, los pactos migratorios con Guatemala y Honduras, las estaciones fronterizas convertidas en centros de detención. Pero lo que ahora se consolida va más allá. No se trata ya de detener migrantes antes de que crucen. Se trata de castigarlos en suelo extranjero, sin garantías, sin registro público, sin transparencia. Es una tercerización de la violencia institucional.
Lo inquietante no es solo el precedente legal que esto sienta, sino su posible expansión. ¿Podrá Guatemala ser el siguiente? ¿Colombia? ¿República Dominicana? La lógica es tentadora para gobiernos que buscan fondos y legitimidad internacional: Estados Unidos paga, el país receptor encierra, y el sistema internacional mira hacia otro lado.
Y aquí es donde se abre la grieta más profunda: la del silencio. La del consentimiento tácito. Hasta ahora, las respuestas de la comunidad internacional han sido tímidas. La OEA calla. Naciones Unidas observa. Solo algunas organizaciones de derechos humanos —Cristosal, Human Rights Watch, Amnistía Internacional— han comenzado a denunciar lo evidente: que se está construyendo un sistema binacional de represión migratoria que normaliza la detención arbitraria, la estigmatización y la criminalización por origen nacional.
Lo que está en juego no son solo los derechos de 300 personas. Es el futuro mismo de las políticas migratorias en el continente. Es el riesgo de aceptar que el castigo pueda tercerizarse, que la justicia pueda contratarse por contrato, que el encierro sin juicio pueda convertirse en norma si se produce lejos de nuestras fronteras y fuera del foco mediático.
Y entonces, la imagen del CECOT se transforma. Ya no es solo un edificio colosal en medio de la nada salvadoreña. Es un espejo oscuro. Refleja el rostro endurecido de una política hemisférica donde la violencia se estiliza, el castigo se comunica, y el miedo se convierte en moneda diplomática.
Pero ante esa imagen perfecta —las botas lustradas, las cámaras alineadas, los discursos coreografiados— queda una pregunta suspendida como sombra final: ¿qué están tratando de ocultar?
Quizás, lo que más temen mostrar es precisamente aquello que no cabe en sus guiones: que entre las filas de supuestos criminales hay inocentes. Que entre las celdas sin luz hay voces que resisten. Y que ningún muro, por más alto que sea, puede contener por siempre la verdad.