La seductora señal del “ven aquí”

Por: Héctor A. Martínez

Cuando los militares se saltan el alambrado de la democracia es porque desde el otro lado del valladar los políticos ambiciosos les hacen la señal del “ven aquí”.

Como la carne es débil, la seducción surte efecto inmediato, sobre todo si la integridad de los primeros no está bien cimentada y los segundos actúan cual chavales en juerga sin medir las consecuencias de sus travesuras. Una vez consumado el desliz, comienza la lenta agonía de la democracia: “La paga del pecado es la muerte”, dice la Biblia.

Dos cosas respecto a la participación de los militares en la política: que su historia es más parecida a una montaña rusa que a un tren con destino fijo; unas veces fueron utilizados como sufragáneos de fuerzas extranjeras, otras como salvaguardas de las élites y hasta de muros de carga de regímenes autoritarios. En suma: los poderes civiles los han movido antojadizamente, al grado que, cuando no los tienen de hidalgos en las cortes, los relegan al simple papel de alguaciles.

Pero debemos ser claros: desde los días de Juan Domingo Perón, el prurito por entrarle al poder ha dejado un saldo de penosos resultados. Así, la megalomanía caligulesca de Rafael Leónidas Trujillo, la inmortalidad de Alfredo Stroessner, el “entrepreneurship” dinástico de Anastasio Somoza o el nacionalismo de Juan Velasco Alvarado legitimaron la presencia militar en la vida de las “polis”, aunque la contribución a la democracia y al progreso no haya rendido los frutos esperados.

Tampoco les fue nada bien con la llamada “Doctrina de la Seguridad Nacional”, que les granjeó entre mi generación una especie de respeto y ojeriza por el saldo sangriento que dejó la “Dirty War”, hasta que la consumación de la Guerra Fría los obligó a almacenar los fusiles. El desplazamiento y el aislamiento no sacaban cuentas; eso de andar apagando incendios forestales o cuidando espectáculos no ha sido muy honorable.

Hasta que apareció Hugo Chávez en escena, devolviéndoles la estima perdida y otorgándoles la oportunidad metafísica de una sagrada trinidad conformada por el caudillo, el pueblo y el ejército, promesa que garantizaría un lugar en el poder perpetuo. Aunque los militares de espíritu democrático vieron con recelo la exhortativa chavista, tampoco dejaron de pensar en ella. Con la propuesta del coronel socialista se activaba lo que ya creían enterrado y les causaba morriña: la entelequia de una misión gloriosa, por un lado, y la posibilidad de entrarle a los negocios personales, por el otro. Todo ello a pesar de la propensión dictatorial y del quiebre de la débil democracia.

Hoy en día, mientras los politicastros juegan con las constituciones y alteran la estructura democrática, los militares que los acompañan en cada ejercicio estratégico se olvidan del rol que los civiles les han asignado históricamente en el reparto. Si bien es cierto que ninguna empresa autoritaria sería posible sin la aquiescencia militar, la complicidad tiene un alto costo en términos de prestigio y responsabilidad futura.

Es claro que ante el desorden que impera en el mundo, la visión institucional de los militares se obnubile y los principios entren en colapso, pero, tanto ellos como los políticos tentadores, deberían recordar que los sistemas en estos tiempos son frágiles y rápidamente menguantes. Lo que hoy parece inequívoco y firme, al día siguiente se vuelve inconsistente y etéreo. Y por eso los militares deben tener cuidado con la señal seductora del “ven aquí”.

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