“YO coincido con Winston –mensaje de la lectora amiga– hacen falta más espacios para la cultura”. “El teatro apenas sobrevive, y es por iniciativa particular de unos pocos campeones que se resisten a la indiferencia”. La amiga exfuncionaria: “A falta de espacios de sana recreación pareciera que la política es el gran entretenimiento, incluso para el gran segmento de población que dice no tener preferencia partidaria”. “Y a propósito de la noria y demás, yo veo venir un siguiente artículo suyo titulado: “vértigos” por lo de la rueda de Chicago y deportes extremos…”. La amiga que no es madrugadora: “Hoy, me despierto temprano y leo tu editorial y me siento nostálgica, pero no triste, más bien agradecida de haber disfrutado de los tiempos que me ha tocado vivir”. “He disfrutado cada año que he vivido y de eso le doy gracias a Dios”. “Entre otras cosas porque, como dice Winston, un libro era lo que te acompañaba siempre y eso me enseñó a saber buscar en estos «chunches» solo lo importante”. “Y también lo disfruto”.
Alusivo al cierre: (Ya aclaraste –entra el Sisimite– tu preferencia por lo autóctono, que a vos te gusta que te lleven a los pueblos a ver carreras de cinta. Toda esta trifulca arranca de una apreciación tuya que la ciudad adolece de sitios de esparcimiento, así que la gente, los fines de semana, agarra en procesión a las pupuseras a orillas de la carretera, a comer elotes. -Antes –ironiza Winston– de la era tecnológica que hizo de esos chunches hipnótico entretenimiento de los adictos, para muchos la compañía de un buen libro era suficiente pasatiempo. También estaba la ronda a El Obelisco a contratar músicos para ir a dar serenatas, a los billares, a los bares, al parque La Concordia a espantar palomas, al boliche, a los “drive in” y algunos al Country Club. Pero lo más natural del mundo era ver a los papás con sus retoños rodeando la pista de Toncontín, apostados en algún lugar estratégico, viendo aviones despegar y aterrizar). Escribe la amiga jurista: “Se lo leí a mi mamá y riéndose me dice, respecto a la segunda parte: pensar que todo eso lo hacíamos nosotros”. “En la ciudad de donde ella es originaria, la feria es en julio; y desde que comenzaban nuestras vacaciones íbamos a visitar a nuestros abuelos; así que participábamos activamente en la antesala y en la feria siempre éramos parte de las niñas que entregaban su banda en las carreras de rosquillas y también en las carreras de cintas”. “Al finalizar, los jinetes que habían obtenido nuestra cinta nos llevaban a caballo a almorzar”.
(Te cuento –entra el Sisimite– un acontecimiento gracioso que presencié una vez que estuve en una fiesta patronal en México. Uno de los caballos se detenía bruscamente cada vez que veía las cintas ondear con el viento. Al parecer, le daban miedo o pensaba que eran serpientes. El jinete insistió tres veces y al final tuvo que retirarse entre risas de todos los asistentes. -¿No sería –se ríe Winston– que vos te fuiste a esconder cerca del tendido de las argollas y las cintas, y asustabas al caballo, cuando te asomabas? -Serás gracejo –responde molesto el Sisimite– has de saber que una cosa es caer en gracia y otra hacerse el gracioso. Contá vos tus historias de cuando decís que te llevaron a ver las carreras de cinta. Bueno, –suspira Winston– complaciendo peticiones. Una feria a la que fui en uno de los pueblos de acá, un niño quiso participar en la carrera de cintas, pero no tenía caballo, así que llegó montado en un burro. Cuando le tocó su turno, el burro trotó hasta donde estaba el tendido y se detuvo debajo de las cintas, negándose a moverse. El niño, que montaba chuña, le daba maceta con una varita de junco y lo espoleaba con los tobillos. Pero no hubo forma que el burrito se moviera ni para atrás ni para adelante. El auditorio estalló en carcajadas. No sin antes decidir, por aclamación, darle un premio por “el participante más persistente”. Y no fue solo premio de consolación, ya que cuando acabó la feria vimos al chigüín alejarse en su burrito con una muchacha montada al anca).