Héctor A. Martínez (Sociólogo)
Las dictaduras no siempre llegan acompañadas de tanques y batallones, como en aquellos días que los militares latinoamericanos rompían el estado de derecho oprimiendo las libertades más fundamentales. O cuando un ejército foráneo invadía un país para imponer a un tirano incondicional a sus intereses. La URSS, por ejemplo, irrumpió en las calles de Hungría en 1956 y Checoslovaquia en 1968, para reprimir las protestas que exigían a los regímenes títeres de Moscú mayor democratización y mejores condiciones de vida ciudadana. En pleno siglo XXI, solamente Putin, rezago del paleozoico comunista, sigue remedando las andanzas expansionistas de los antiguos zares y líderes soviéticos.
Tampoco son el producto de aquellas cruentas revoluciones, como la cubana y la sandinista –que terminaron en regímenes más crueles que los que combatían–, porque los costos de una lucha armada, según vimos en nuestra mocedad, son demasiado elevados en términos de dinero, vidas humanas y enemistad.
Hoy en día, los dictadores de izquierdas y derechas –más aquellos que estos– han encontrado la receta para tomar el poder utilizando los mecanismos de elección popular que visceralmente rechazaban en el pasado: la democracia liberal. Una vez que los cándidos electores les brindan la oportunidad de llegar a la silla imperial, los sátrapas se la quedan a la fuerza, no sin antes haberse asegurado de que ninguna institución fiscalizadora sancione los timos legales que irán poniendo en el camino.
Pero, como bien advirtieron Erich Fromm y el mismísimo Freud, la culpa es de los ciudadanos por buscar cobijo a la sombra de los déspotas, por miedo y protección frente a las crisis económicas y sociales, que son, irónicamente, planificadas para concretar el asalto final. Es decir, sin el invento de las amenazas no habría necesidad de los héroes. Infortunadamente, el beneplácito que el inocente ciudadano concede con su voto es descomunalmente suicida; una especie de “servidumbre voluntaria”, según decía Étienne de La Boétie ¡en el siglo XVI!
A la inocencia de los ciudadanos, sumemos la estrechez mental de las élites conservadoras y las organizaciones gremiales para prever la tormenta que se avecina. Los nubarrones de las bribonadas constitucionales cometidas por los regímenes autoritarios deberían ser prueba suficiente para predecir las dimensiones del diluvio. Cuando un dictador llega al poder, las élites pretenden hacernos creer que se trata tan solo de un accidente de la historia; que todo estará bien. Luego viene el desmadre contra las libertades más fundamentales.
Si la democracia es el principal enemigo de las dictaduras, el tirano aborrece el signo más importante de aquella: la libertad de expresión. El autócrata no puede ni debe ser criticado; es más: antes de que nazcan los individuos, debe sellarse cualquier brote de disconformidad. El inadaptado, el políticamente adverso, el militante cismático, el intelectual honesto y el diverso sexual son etiquetados como ideológicamente deletéreos. Al menos eso creía el viejo Adolf y todo el bestiario comunista de Oriente y Occidente.
El costo de perder la democracia y las libertades es altísimo. Primero viene el sometimiento de los más débiles, las voces apagadas, las voluntades quebradas, la servidumbre y la miseria; luego la economía cautiva, el talento exiliado, la ilusión ahogada.
Sin embargo, a pesar de que el precio de recuperar la libertad es aún más brutal, las esperanzas jamás deberán perderse; no mientras haya memoria y consciencia de que las cadenas fueron hechas para los esclavos.