Lucem et Sensu: El costo de oportunidad

Julio Raudales

Cada vez están más claras las enormes debilidades institucionales de las que adolecemos como sociedad.

En Honduras nada funciona: el sistema de protección social nunca había sido tan precario, la educación y la salud retroceden, energía eléctrica a precios insostenibles para cualquier inversionista, una infraestructura destruida y la flamante Secretaría de Infraestructura lleva 3 años sin poder reparar un simple tramo de carretera para ir a Danlí.

La razón fundamental es que, como sociedad, hacemos casi todo en abierta pelea con las leyes económicas.

Todo se explica por la forma en que nos organizamos y a quienes delegamos la tarea de definir la manera en que hacemos las cosas en común. A esto es lo que llamamos “instituciones”.

Si como sociedad asumiéramos que es mejor que cada uno busque por sí mismo el camino hacia el éxito, sin que nadie, que no sea uno mismo, decida por nosotros lo que es bueno o malo, veríamos cómo se genera un orden espontaneo que facilitaría que cada uno asuma sus objetivos sin que exista un ente externo -llámese Estado o dios- que nos reclame el no cumplimiento de dichos objetivos personales.

Lo dicho es la mejor definición de libertad personal que se puede encontrar. El economista argentino Alberto Banegas Lynch lo define como el “respeto irrestricto del proyecto de vida del prójimo, basado en el principio de no agresión y en defensa del derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad”. Las sociedades que han probado acercarse a esta ruta de convivencia, son casualmente, las que ofrecen la mejor calidad de vida a sus miembros.

Los incidentes del pasado domingo 9 de marzo son solo una muestra de lo disfuncional que somos como sociedad. Pero no es la única. El país se empobrece moral y materialmente por la ausencia de buenas instituciones, el carácter extractivo e inaplicabilidad de las existentes.

La mala noticia, además, es que esas cosas no pueden cambiar en 4 años. El engaño más grande en el que caen nuestros políticos, es el atavismo de pensar que todo lo que se hizo anteriormente está mal hecho y que basta un cuatrienio (o dos, porque algunos siempre osan por la vía reeleccionista), para que el país se transforme de romplón en Noruega o Singapur, según sea el gusto de cada quién.

La buena noticia es que la ciudadanía hondureña ha resultado ser más intuitiva y aguda que los políticos que pretenden representarla. Ya van dos lecciones: la primera fue apartar del camino a Juan Orlando Hernández y su comparsa en 2021; la segunda es no haber caído en la celada tendida por el oficialismo que, mediante el desorden y la incertidumbre, pretendió amedrentarla para evitar que saliera a votar el día de las primarias. Todo esto como prolegómeno o ensayo del posible desorden que podría causarse en noviembre.

El problema es que el tiempo pasa y no se va a recuperar. Día a día muere gente valiosa en el Hospital Escuela, no porque su enfermedad no tenga remedio, sino debido a que el servicio es tan malo, que los pobres pacientes terminan contaminados de algún otro mal, y eso es lo que acaba con su vida; en las escuelas, colegios y universidades, se deforma a los desempleados de mañana, en una era que no perdona esas deformaciones y solo provoca la desesperanza y socava el deseo de la gente de prosperar por sí misma.

La ciencia económica enseña que el costo de oportunidad es todo aquello a lo que renunciamos para adquirir algo. La gente en Honduras ya ha renunciado a demasiadas cosas. Han muerto ya demasiadas personas y se han ido del país otras tantas, por la indolencia de una clase política irresponsable y necia.

¡Es hora de levantarnos y demostrarles de una vez quien manda y quien es el mandado!

*Rector de la Universidad José Cecilio del Valle.

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