Del Diario del Salvador – 1920
Román Mayorga Rivas
Juan Ramón Molina, el eximio, prosador y altísimo poeta de Honduras, hizo su obra literaria más notable en el «Diario del Salvador», cuando en nuestra mesa de labor periodística redactó, no sólo artículos políticos, revistas, crónicas y estudios sociales, sino también hermosos capítulos de arte y literatura. Hace poco, registrando viejos papeles de la mesa en que a nuestro lado escribió aquel fraternal compañero inolvidable, encontramos un bosquejo de artículos, trazado con lápiz confusamente y casi deshecho por la acción del tiempo. Con gran trabajo, y sólo por el conocimiento de los signos de Juan Ramón, que tanto conocemos, hemos podido descifrar ese manuscrito, que hoy damos a la estampa para solaz de nuestros lectores y para enriquecer el caudal de las producciones de aquel que tantas veces dijera honra y prez de las letras centroamericanas. Dice así el manuscrito:
«Permíteme que tu nombre, oh mi ángel, oh mi amada, oh mi esposa; tu nombre dulce como la miel de un colmenar de égloga, suave como la leche debajo de la lengua y melodioso como el eco de un pífano virgiliano, vaya al frente de los únicos versos de amor que escribiré en la vida, en esta mi vida violenta de Aquiles lírico, mezcla de placer, de dolor y de ensueño, a la que afecta tu cándido existir, desde aquella inefable lunación de noviembre, cuando tus ojos de paloma, hechos para anegarse en la dulzura de las tardes tranquilas, se encontraron con mis ojos, donde se ve la huella de las exploraciones al infinito, el tedio de las bibliotecas y la melancolía de la muda contemplación de las entrañas del mundo.
Venías entonces de tus montes azules de pinos fragantes y robles centenarios; de la dulzura de tus valles de égloga, valles divinos; valles de primavera, donde los naranjos tienen pomas de oro, los limoneros frutos de esmeralda y de topacio, los claveles estallan en flores de rubí, los rosales son todos rosas, los nardos y los jazmines perfuman el aire, los pájaros son como en los parques de Almanzor, los manantiales como disolución de ópalos, el cielo es siempre azul, la tierra siempre tersa, la vida verdadera, la muerte casi bella, Dios más generoso!
¡Oh valles que te vieron nacer! ¡Oh umbría que te viera pasar pensativa después de mi última peregrinación! ¡Luna que te ha visto suspirar por mí, añorando las horas felices de nuestra amistad! ¡Rumorosas quebradas donde has sumergido tu cuerpo gentil de mármol rosa, puro y grácil! Jazmines que exornaron tu cabellera castaña; violeta que te has puesto sobre tu seno virgen; mosqueta que han deshojado tus manos; céspedes que han hollado tus pies breves, dignos de posarse en un trono; cielo de azur, montes de esmeralda, fuentes deleitosas, flores de iris, pájaros de iris, iris de paz sobre tu valle natal después de las lluvias de mayo, lejos de la patria, os saludo emocionado, porque conocéis a la humilde mujer que consolará el resto de mi vida inquieta, que como el águila del mar ha necesitado siempre de la borrasca para extender sus grandes alas, porque, en las vulgaridades de la vida cotidiana, ha dado, entre las burlas de los necios, el lastimoso espectáculo del albatros de Baudelaire.
Bajaste, pues, alma mía, de tus montes azules, sencilla como una doncella de la Biblia, pura que te diría yo, un Cristo del arte y de la gloria, a pedirte para mis labios sedientos algo del celeste licor de los manantiales de tu alma. Yo venía de muy lejos, del océano de las sapiencias antiguas, de los áridos desiertos de muchas exégesis, atediado de saber, triste de existir, con parábolas en el alma, negros alfanjes en el corazón y espinas en los pies.
¡Oh amor mío! Tu alma ingenua se encontró con mi espíritu secular; y tú, que eras una dulce niña, comprendiste mi desencanto, cuando una desventura le arrojó a otras riberas y su estrella palideció en el cielo? En cambio, una de mis águilas reales, llenando de victoria el espacio, te señalará el camino que te traiga a mi lado; mis leones irán mansamente a besarte los pies diminutos; mis palmas líricas se anudarán en el alero de nuestra casita de amor; y mis golondrinas, en alegre parvada, trazarán signos misteriosos en el cielo de nuestra dicha…».
La fosa olvidada
Iba el féretro muy solo
por una calle desierta,
sin que nadie, ni un amigo
ni un extraño lo siguiera.
¿Quién es? Ninguno lo sabe,
ni los mismos que lo llevan
algún oscuro extranjero
que vino de extrañas tierras:
Amigo—le dije—es triste
que así los hombres se mueran
es nuestro hermano: sigámosle;
la caridad nada cuesta.
El cielo estaba ceñudo,
amenazando tormenta,
y en nuestra ropa caían
algunas gotas dispersas.
Tras el ataúd nos fuimos
callados por la tristeza,
y pronto del cementerio
atravesamos la puerta.
En un rincón olvidado
en medio de las malezas,
abrieron la sepultura,
echaron la caja negra,
arrojándole de prisa
las paletadas de tierra.
¿Quién descansa en esa fosa
que cubren malignas yerbas?
No tiene una humilde lápida
donde su nombre se lea;
nadie responde quién duerme
allí; ninguno le lleva
con el semblante contrito
una guirnalda modesta.
¡Cuántas veces, cuántas veces,
voy a la olvidada huesa,
que en el viejo camposanto,
ante mis ojos abierta,
a meditar largo tiempo
sentándome en una piedra,
en el oscuro extranjero
que vino de extrañas tierras,
y que se pudre olvidado
bajo un montón de malezas!
Los mediocres
Causa profunda tristeza ver cómo, especialmente en Centro-América, prevalecen, a favor del bajo nivel intelectual de las multitudes, las más obscuras medianías sobre los más claros talentos, que apenas llegan a ser comprendidos y oídos por unos pocos, porque ahogan su voz el grito estridente de las urracas y el rebuzno de los asnos líricos.
El trabajo intelectual
Si hay una labor ímproba y extenuante, que atormente el espíritu, es la intelectual; labor que presupone los más rudos esfuerzos del sistema nervioso, el desgaste—invisible pero rápido—de la máquina psíquica. El escritor, cuando lo es de veras, trata de engarzar siempre su pensamiento en la palabra, es decir, la idea en su expresión. De ahí esa lucha sorda de los productos intelectuales, en que se agotan miserablemente, borrachos de tinta, impotente para podar la cizaña del lenguaje, que, a lo mejor, surge en el párrafo concebido, haciéndole perder su esplendor y sonoridad. Sólo los que conocemos la historia de algunos grandes artífices de la palabra, ya descuajen montañas como Balzac, o labren iconos como Flaubert, podemos concebir el inaudito esfuerzo que se necesita para domar el idioma, encadenar los tópicos, hacer que obedezcan los vocablos. La profusa sonoridad de Chateaubriand nada tiene que ver con esta labor mortífera, que llena de tedio y cansancio a los más insignes escritores.
Mas, en suma, todo trabajo intelectual, en el mundo de la ciencia o del arte, ocasiona un esfuerzo doloroso, que a la larga, da origen a perturbaciones fisiológicas. Esa es la razón por qué los productores de ideas son, en lo general, melancólicos y parcos de palabras. El diálogo secreto del cerebro y de la pluma concluye por absorber la existencia emotiva, por sumergir al individuo en una diástesis profunda, generadora de cualquier mal orgánico, que puede terminar con un desenlace trágico, como ha acontecido, a menudo, con ilustres pensadores. Agréguese a esto la continua ebullición del cerebro, el loco despilfarro que algunos hacen de su vida sensitiva, los excitantes de que abusan—ya como un medio de abrir la válvula de la producción, ya para cerrarla, entregándose al descanso—y se tendrá idea de cuán triste es la vida del trabajador intelectual, en lucha con el pensamiento, con la palabra y con él mismo.
No es de envidiar, pues, la miserable gloria que se conquista en el campo de la ciencia o del arte; gloria, casi siempre, improductiva materialmente, porque no se ciñe a las vulgares miserias de la vida diaria, ni se cotiza en el mercado donde pululan los apetitos de la mayoría. Más feliz, mucho más feliz eres tú, pobre leñador, que abres con tu hacha el corazón de ese viejo roble; tú, minero infatigable, que acabas de sumergirte en ese pozo. Más felices sois vosotros, los que ganáis el pan con el sudor de vuestra frente, como se lee en la Escritura, sin que tengáis necesidad, como en el triste cuento de Daudet, de arrancarlos, con las uñas sangrientas, los últimos restos del oro de vuestra masa encefálica, para que quizá salga alguien por ahí a deciros que es cobre; puro cobre, vil cobre.
JUAN RAMÓN MOLINA.
1905.
A un periodista
Que una tizona en tus valientes manos
la noble pluma con que escribes sea,
para entrarte indignado a la pelea,
a herir traidores y a matar tiranos.
Haz que muerdan el polvo los villanos,
áulicos y serviles pisotea,
infunde a aquel que tus escritos lea
fuerza de acción y de alientos soberanos.
Que rotunda y magistral palabra
tocando cráneos en la plebe estoica
agujeros de luz en ellos abra;
y de allí surja hermosa y búlgar ante
la Libertad, como Minerva heroica
de la cerviz de Júpiter Tonante.
Página de álbum
El casto verso de amores
que aquí el trovador le deja,
parecerá rubia abeja
susurrando entre las flores.
Inundará de rumores
este album primaveral,
y una aurora virginal
irá, de ansiedades loca,
a refugiarse en tu boca,
como si fuera un panal.