Héctor A. Martínez (Sociólogo)
Los amaños electorales han sido una constante de la historia política de América Latina. El recuento de los fraudes, en toda la amplia gama de colores y sabores con que se han presentado desde el siglo XX, es atribuible casi siempre a regímenes militares y gobiernos controlados por oligarquías y sátrapas salidos del seno de dinastías familiares.
Sin embargo, esta perversión democrática que tantas desgracias ha traído a los pueblos del continente ha comenzado a salpicar el historial de partidos que enarbolan proyectos “alternativos”, principalmente de izquierdas, emparentados más con el absolutismo practicado por Stalin y las viejas estructuras comunistas de la Europa del Este. La mirada de estos movimientos “populares”, como suelen llamarse, está puesta en esas antiguas pero efectivas maniobras, cuyo distintivo ha sido congregar cuadros de legisladores y jueces sumisos como los que vemos ahora en Nicaragua y Venezuela.
El robo de las elecciones venezolanas en julio de 2024, es portador de un mensaje que pocos intelectuales y politólogos se han atrevido a denunciar: que los electores no deciden nada y que la idea de la soberanía son puras apariencias de una política reivindicativa y justiciera que sirve apenas para engalanar ensayos académicos y rellenar el contenido de foros y editoriales de los medios de comunicación.
Maduro, broza ideológica de Chávez, ha confirmado que la soberanía y la voluntad popular no son más que un trámite formal y un ornamento, siempre y cuando las huestes del césar hayan tomado el control de los poderes del Estado y del ejército, logren penetrar en las organizaciones de la sociedad civil y mantengan avasallada a una maniatada oposición que no encuentra norte ni sur. “¡Todo o nada!”, Daniel Ortega dixit.
Las maquinaciones eleccionarias practicadas por el régimen madurista e imitadas por algunos partidos de izquierda del continente nos hacen recordar las afamadas marrullerías cometidas por los empenachados militares del siglo XX que, como Gaspar Rodríguez de Francia, Rafael Leónidas Trujillo o Manuel Odría, pasaron a la historia, inmortalizados por la pluma de Roa Bastos, Carpentier, Vargas Llosa y el mismo Miguel Ángel Asturias. Aunque los nombres ya forman parte de un pasado sangriento y vergonzoso, las mañas siguen tan frescas como un pez recién sacado de las aguas.
La entrega tardía de urnas electorales, duplicidad de actas o la inflación de votos son prácticas tan burdas que desprecian la inteligencia de las masas. Es un insulto a ese electorado que, en el pensamiento torcido de los embaucadores modernos, carece de reflexión y raciocinio. Esta desgracia continental, según hemos estudiado, es una herencia torcida procedente de ciertos eruditos liberales que trataron de encontrar una identidad latinoamericana frente al mundo. Juan Bautista Alberdi creía –según cuenta Alain Rouquié— que el sufragio universal no hizo más que traer la intervención de la chusma en el gobierno.
Así, ya no importa si los fraudes erosionan la confianza del electorado, si socavan la legalidad electoral o menoscaban la legitimidad del régimen; lo relevante es que la sumatoria sea favorable para los que perpetran la engañifa.
A quienes promueven la trampa electoral no les interesa quiénes ni cuántos votan, sino los que cuentan los votos, como aseguran que decía el bigotudo de Stalin. Importa salir de ese trámite engorroso y costoso, pero necesario para que el grupillo de amigotes siga gozando de las mieles del poder, a costa de los incautos.