EN aras del equilibrio, si de evitar los extremos se trata, toca hacer un balance de lo dicho en los últimos artículos. «Conservadores» –alusivo a los ubicados allí en el abanico ideológico– a menudo se utiliza como término despectivo. Se rocía el calificativo –como perdigones de tiros de escopeta– asociado a la resistencia a cambios sociales, políticos o económicos rápidos o radicales; a las reformas revolucionarias. Un cliché para encusucarlos a todos en el mismo costal, creando la generalizada impresión que buscan mantener o regresar a un pasado idealizado, contrario a los supuestos avances reformadores. Vinculado a lo anticuado, a lo fuera de sintonía, dizque defensores de “élites” y “grupos de privilegio en detrimento de los menos favorecidos”. En ambientes políticamente polarizados resulta útil para crear estereotipos de los oponentes, como opuesto a las ideas “progresistas”. Por supuesto que estas percepciones son “contextuales que varían ampliamente según la cultura, la época y el entorno político”. Ya que lo que es visto “como negativo en algunos escenarios puede ser valorado positivamente en otro”.
Digamos, por ejemplo –escudriñando la IA– si lo “conservador” califica como el anhelo de apreciar valores y principios que se consideran cimientos sólidos de una nación, y que merecen ser custodiados, la cosa cambia. Ello sería “el apego a valores culturales y tradicionales, como respetar y mantener las costumbres y tradiciones que han sido transmitidas de generación en generación”. “La defensa de instituciones como la familia, la fe y la religión, el sistema legal, fundamentales para el orden y la estabilidad política”. Incluidos a quienes abogan por “una gestión responsable y cautelosa de la administración pública”, de forma que los cambios se realicen con la prudencia y moderación necesaria, sin el radicalismo que amenace deshilachar la fibra social o a desbaratarla. A muchos que se les endilga el epíteto de “conservadores” es por “su esmero en la promoción de la libertad individual y una economía de mercado libre, con limitada intervención gubernamental, y un fuerte énfasis en la ley y el orden”. Ser leal a las tradiciones igual implica “una profunda fidelidad a varios valores y principios esenciales para la cohesión y la identidad de una sociedad”. Digamos: “Mantener y practicar las creencias religiosas y espirituales; la fe y sus enseñanzas que han sido parte integral de la comunidad”. “Respeto y apego a la palabra empeñada, que valora la honestidad, la integridad y el cumplimiento de las promesas y compromisos, que ganan la confianza y el respeto mutuo dentro de la sociedad”. “Un profundo sentido de patriotismo priorizando el bienestar y la prosperidad nacional sobre intereses personales o externos”. El fomento y la preservación “de la identidad cultural y social que define a la nación, celebrando las tradiciones, el folclor, los orígenes, el idioma, las costumbres y las historias compartidas que unen a sus ciudadanos”.
“La protección del patrimonio cultural, artístico y espiritual de la nación –y transmitirlo– valorando las expresiones culturales que reflejan la esencia y la historia del país”. La promoción como la conservación y sostenibilidad del “entorno natural, reconociendo la importancia de los recursos naturales y la biodiversidad — caudal de riqueza dada por la gracia de Dios– como parte del legado nacional”. (Bueno –entra el Sisimite– ahí tenés un repertorio del “pan nuestro de cada día”, para que no volvás a acusarme de “conservador”, solo porque paso en la remota empinada que disfruto tanto huyendo de las actitudes pueriles de la ciudad. En palabras de T.S. Elliot “El conservadurismo es sabiduría, el progresismo, experimento”. -Vaya pues –exclama Winston– tomando prestada una frase a Borges: “Prefiero las metáforas viejas a las nuevas: ya son un lenguaje secreto entre nosotros”. Aunque bien dijo el autor de “las Cartas del Diablo a su Sobrino”: “No todo lo antiguo es bueno, pero no todo lo nuevo es mejor”).