Héctor A. Martínez (Sociólogo)
La guerra es inmoral desde todo punto de vista. Sin importar las razones de su explosión, ya sean económicas, ideológicas o religiosas, asesinar inocentes y devastar ciudades en cualquier parte del mundo es inmoral, y debemos evitar tomar partido por los genocidas o abstenernos de condenarlos, que viene siendo lo mismo.
Repeler las agresiones es otra cosa. A menos que se trate de una comunidad de suicidas, nadie se quedará de brazos cruzados si lo atacan con premeditación y alevosía. Es exactamente lo que hizo Ucrania cuando fue invadida por el ejército ruso aquel fatídico día de febrero de 2022. Desde entonces, millones empezaron a tomar partido por uno y otro bando; unos, repitiendo los eslóganes inventados por Putin sobre una supuesta “desnazificación”, y otros, los más sensatos y morales, reprobando la acometida rusa sobre Kiev.
Meses después de la invasión, visité algunos países de Europa del Este, y pude constatar la solidaridad moral y económica de la población hacia Ucrania. Las banderas de este país aún permanecen ondeando en azoteas, torres de catedrales y universidades; desde Berlín hasta Varsovia, Riga y Narva, en la frontera rusa. Cientos de garitas especiales, tiendas y supermercados solicitaban ayuda en efectivo para apoyar la defensa de las líneas agredidas. Por las noches, las luces artificiales pintaban de azul y amarillo los edificios más conspicuos en Tallin y Helsinki. Las embajadas rusas, pintadas con improperios contra Putin, se mostraban cercadas por la policía local para evitar un posible atentado.
Sin embargo, cuando uno se encuentra a miles de kilómetros de la refriega, la guerra suele parecernos un espectáculo mediático y hasta las redes sociales se ven inundadas con publicaciones insulsas e irracionales. Cuando las balas no nos alcanzan, solemos mostrarnos indiferentes e insensibles frente a los asesinatos cometidos por causas estúpidas que suelen inspirar a muchos.
Incluso los más pensantes suelen adoptar posturas desconcertantes. Dos figurines mediáticos, de manera unánime, opinaron que nuestra representación diplomática había hecho lo correcto cuando Honduras se abstuvo de apoyar la resolución promovida por Ucrania en la Asamblea de las Naciones Unidas. No obstante, las decisiones oficiales, por muy soberanas que sean, a pesar de jugar sus cartas de conveniencia con los imperios, no pueden borrar el desperfecto moral subyacente.
¿Quién, en su sano juicio, al ver que la casa del vecino es saqueada por los ladrones, se abstiene de ofrecer declaraciones a la policía por solidaridad con los pillos, apelando a las bienaventuranzas cristianas? Solo alguien que ha perdido la sanidad moral. No existen principios ideológicos que valgan. Ni Hamás está en su derecho yihadista de asesinar inocentes, ni el ejército de Israel puede ir más allá de la defensa de su suelo arrasando las comunidades de Gaza.
Los excesos y las locuras de los autócratas como Putin o Daniel Ortega crecen en la medida en que la sociedad civil, principalmente sus organizaciones gremiales, se acomodan a los propósitos perversos del tirano. Eso no debemos perderlo de vista.
Así, las invasiones que propician los poderosos, los exterminios masivos, las deportaciones a campos de concentración y “gulags”, las purgas y asesinatos de opositores en nombre del Estado, son condenables desde todo punto de vista, y no admiten justificaciones ideológicas ni la tibieza neutral de los pusilánimes. “A” es “A”, decía Ayn Rand, y la verdad es una y lógica: la guerra y la neutralidad hacia ella son inmorales.