“MI querido Presidente –escribe otro letrado amigo– he concluido la lectura de Kairós. Un banquete literario para el alma y la mente. Este libro es un mosaico de historias que sorprenden. Las conversaciones quijotescas entre esos dos personajes ya famosos, Winston y el Sisimite, con que usted cierra sus editoriales, que con gracia y lucidez desmenuzan la realidad. El repaso que hace de cómo salimos airosos de aciagos momentos que vivió el país, cuando aquel fatídico huracán casi nos borra de la faz de la tierra. Un compendio de anécdotas poderosas que dejan enseñanzas duraderas. Las elegías evocan la memoria de amigos mutuos que conocimos, respetadas figuras de la vida pública y profesional, sin duda formidables ejemplos a imitar, que nos llenan de apesarado recuerdo. Los “cuentos de la nena” un tesoro. La ironía y el buen humor en los cuentos de su propia cosecha, algunos de ellos, metáforas de una realidad disimulada en fantasía, equilibran la lectura con destellos de ingenio. Las narraciones sobre la fe de su querido nieto, invitan a la reflexión. Las cartas a su adorada nieta, de esas que ya no se escriben culpa de la alborotada vida de ahora, aparte de la riqueza de sus consejos, extensivos a todo joven y adolescente de hoy, traen consigo la nostalgia de prácticas perdidas, una bella costumbre de esos mejores tiempos que usted y yo conocimos. Una obra variada, copiosa en matices, perfecta para relajarse y disfrutarla en cualquier ocasión”.
“En Honduras –escribe el lector que se mudó a los Estados Unidos– ya nadie lee”. “Uno lo nota”. “La vez pasada, me encontraba conversando con un amigo, entre cinco personas más que estábamos me dice: Fijate que conseguí un libro hecho por un escritor norteamericano que vivió en Honduras en tiempos de Morazán y vieras qué interesante, como no existía la fotografía, las representaciones eran en dibujos”. “Se ven hombres a caballo y alforjas y describen la comida que llevaban”. “¿Y qué crees que cargaban?”. -Pues no sé, decime, le contesté. -“El equivalente a los tamales de viaje que vemos ahora”. “Masa de maíz rellena de frijoles y carne de res salada y unos cumbos de agua”. “Los que estaban escuchando, se fueron separando disimuladamente del grupo, a los 15 minutos solo estábamos él y yo”. “Así somos”. “Quedó de prestármelo”. “Tengo curiosidad por verlo”. “Y me dijo también que tenía una especie de espada de aquellos años”. Alusivo a esta conversación de cierre: (¿Has notado –entra el Sisimite– que a veces los editoriales repiten fragmentos del anterior, presumiblemente para que quien no lo lea un día pueda leerlo al otro? -Esa es tu versión –interviene Winston– sin embargo, el motivo esencial ¿no sería para dar cabida a los mensajes del colectivo, y la repetición es para que el lector tenga una idea más completa sobre sus comentarios? Quienes no han perdido el buen hábito de la lectura, leen en forma religiosa, no como aquellos que están a gusto con lo poco o nada que han leído en su vida –a propósito de la frase que piden prestada a don Oscar en el prólogo del libro– se trata de “gente que así es feliz, no rebuzna por falta de habilidad”).
(Esa frase de don Oscar –entra el Sisimite– sobre el vacío de los que no leen, me recuerda la anécdota de la pregunta que le hicieron a Sócrates si era verdad que la ignorancia hacía felices a algunas personas. Sócrates respondió: “No estoy seguro, pero si es así, prefiero ser un hombre triste que un tonto satisfecho”. Ve –tercia Winston– hablando de las conversaciones quijotescas a que hace referencia el amigo letrado que mandó un amable comentario sobre Kairós. “Sancho, con su sabiduría popular, le decía a Don Quijote”: “Señor, más vale ser necio y no saberlo, que sabio y padecer por ello”. A lo que Don Quijote respondía: “Sancho, la ignorancia es madre de la felicidad y abuela del atrevimiento”).