Oscar Armando Valladares
No es nada extraño -porque así se ha dado en todo tiempo y lugar-, la confrontación al interior de las organizaciones partidarias, debido a competencias de liderazgos, antagonismos políticos y económicos y al influjo separatista que les insuflan agentes de orden externo: medios de comunicación, partidos contendores, por ejemplo.
Desde que en Honduras se establecieron orgánicamente tanto el liberalismo como el nacionalismo, en uno y otro se han producido estas discordancias, reflejadas no sólo en su seno sino en los gobiernos legítimos e ilegítimos que consiguieron coronar. En ese concierto de antagonismos, se vieron envueltos políticos y presidentes, como José Santos Guardiola -ultimado el 11 de enero de 1862-, Marco Aurelio Soto, Luis Bográn, Ponciano Leiva, Domingo Vásquez, Policarpo Bonilla, Terencio Sierra, Juan Ángel Arias, Manuel Bonilla, Miguel R. Dávila, Francisco Bertrand -renunciante del mando el 8 de septiembre de 1919, por “exigencias” de Estados Unidos-, Rafael López Gutiérrez, Vicente Tosta, Miguel Paz Barahona, Vicente Mejía Colindres, Tiburcio Carías Andino, Juan Manuel Gálvez, Julio Lozano Díaz, Ramón Villeda Morales -derrocado militarmente el 3 octubre de 1963, en el marco contributivo de una acentuada división liberal-, Roberto Suazo Córdova, quien llegó a la presidencia en 1982, después de sucesivos regímenes castrenses y empeoró la crisis del liberalismo, José Simón Azcona Hoyo, Rafael Leonardo Callejas -el cual según el Colegio de Hondureño de Economistas, introdujo en el país el modelo neoliberal con la emisión de la Ley de ordenamiento estructural de la economía, además de confrontarse con su correligionario Oswaldo Ramos Soto-, Carlos Roberto Reina, Carlos Flores Facussé, Ricardo Maduro, José Manuel Zelaya, víctima del golpe de Estado de 2009, en el que al involucrarse la jerarquía liberal, codo a codo con el otro partido, agravó la postrada “milicia colorada”, Roberto Micheletti, Porfirio Lobo Sosa, Juan Orlando Hernández y Xiomara Castro, primera mujer presidenta, de un partido de tendencia progresista.
Descompuesto en toda su línea, carente de un liderazgo contundente -como lo ostentó en su momento Modesto Rodas Alvarado-, el Partido Liberal buscó por conducto de una cúpula recalcitrante, aliviar su situación permitiendo el acceso de precandidatos dados al aventurerismo político y que, en la ruta alocada por conquistar los comicios primarios, dos de ellos -Cálix y Nasralla- se proclaman desde ahora vencedores, “salvo si me hacen fraude” -gime uno-; “salvo si Dios me lo impide” -clama el otro-, a partir de lo cual se infiere el arribo de un mes de marzo caótico en el cuartel rojo-blanco-rojo, en devoto cumplimento del sabio refrán: termina en mal lo que se engendra mal.
Aunque menos ruidosa, la escisión cachureca ocurre entre “juanorlandistas”, que apoyan ante todo las aspiraciones revanchistas de Ana García, y la fracción que presta su concurso a “Jorgito” Zelaya, mientras el voto duro se mantiene a la orden de “Papi” Asfura, sin que ello le reporte un gane en las “generales” por el daño causado en tres gobiernos al hilo y doce años de alcaldadas.
A todo esto, ¿qué de Libre y del gobierno que promueve? Aparte de lo que les ha tocado sortear, ha habido sin duda desencuentros y agitadas discrepancias, aun cuando se aprestan a la batalla -por lo que se entrevé- con la candidatura de Rixi Moncada, mujer de temple probado y principios asumidos, a quien le espera, eso sí, un titánico trabajo -organizativo y de convencimiento- a fin de continuar y afianzar la refundación del país emprendida -desde 2021- por su tenaz y aguerrida predecesora.