Seis días a lomo de mula

Por Amira Stillwell Cole
Traducción de Frances Simán

III parte

Se confeccionó un vestido de fino algodón, de un rosa dolorosamente intenso, con una falda sencilla y un corsé mal ajustado que no lograba armonizar la falda que se acostumbraba en esos encuentros. Además, tenía un chal del tono púrpura más real que se pueda imaginar, y en lugar de verse como una hermosa y elegante muchacha india, parecía una abigarrada monstruosidad.

Me siento mal por criticarla así, porque ella, con las otras dos visitantes, me admiraban intensamente, y cuando pasó tiempo suficiente para que vencieran su timidez, le preguntaron a Vicent, en voz baja y reverente, si todas las damas de los Estados Unidos eran tan “altas, agradables, blancas y hermosas”.

Ya sabía que era alta, y que podía ser simpática según la ocasión, pero hacía falta esa mente abierta y esa excitación tan fácil de despertar en una raza de sangre más caliente que la mía, para encontrar la blancura o la belleza en el rostro de una ordinaria, típica, morena americana.

Partieron antes de que oscureciera, y con la oscuridad volvió el desconcierto con respecto al lugar para dormir que había experimentado en San Juan.

En la habitación grande -la sala de estar- había dos camas, una hamaca, algunas sillas, dos mesas y ¡una máquina de coser New Home! En uno de sus extremos había un pequeño apartamento que también contenía dos camas y estaba separado del más grande por una división de madera de unos seis o siete pies de altura.

Desde el fondo de mi corazón anhelaba la privacidad en ese estrecho espacio, pero eso no concordaba con la idea de hospitalidad de nuestra anfitriona. Me asignaron una cama cubierta por un dosel coronado por un crucifijo, en la habitación principal, y Vincent fue invitado a tomar la otra. Él había expresado modestamente que dormiría donde fuera en una hamaca, pero la señora le dijo al insensato que podía dormir en esa cama. Además, yo había discrepado en inglés, y esto obligó a Vincent a cambiar de opinión y aceptar el favor previamente rechazado.

Mientras me preparaba para acostarme, lo suficiente como para sentirme cómoda, estuve meditando sobre los rostros horrorizados y escandalizados que pondrían algunos buenos amigos si supieran con qué facilidad me estaba apartando de las enseñanzas y tradiciones anteriores y, sin resistirme, abrazando nuevos credos y costumbres. Recuerdo haberme dado cuenta de que era mi deber, como un producto debidamente moldeado por la civilización, salir y sentarme en una cerca, si fuera necesario, para mantener mi aislamiento y dignidad de doncella, pero estaba demasiado cansada.

No es el primer caso registrado de un espíritu dispuesto que ha sido vencido en un combate moral por la debilidad de la carne.

Dormí tanto tiempo, plácidamente y sin sueños, como si no pesara en mi conciencia el crimen atroz de haber desafiado a la Sra. Grundy , y me desperté en la mañana del cuarto día sintiéndome decididamente renovada.

Ante nosotros se presentaba el día más largo de todo el viaje, por lo que estábamos ansiosos por partir lo antes posible. Tomamos nuestro escaso desayuno de café y rosquillas y nos preparamos para montar.

Después de que cada miembro femenino de la casa hubiera examinado minuciosamente mi vestido, sombrero, guantes y velo, y comentado al respecto; después de que Vincent hubiera escrito mi nombre y les hubiera enseñado a pronunciarlo y, en respuesta a sus preguntas inocentes, les hubiera dado fragmentos escogidos de mi historia; después de que, según me pareció, agotaron todos sus recursos para detenernos por más tiempo, uno de ellos se acordó de repente de uno de los accesorios de la máquina de coser, cuyo uso no podían determinar.

Creo que rebajaron un poco la estima que me tenían, porque no pude ayudarles. Sugerí dobladillos, pliegues, acolchados, trenzas, volantes y todos los accesorios conocidos que se me ocurrieron, pero cada una de mis propuestas fue recibida con gestos de desaprobación.

Finalmente me di por vencida, pero si New Home Sewing Machine Co. se comunica conmigo en algún momento, como penitencia haré un viaje a La Breita y recuperaré la confianza de sus amables habitantes resolviéndoles el misterio.

Bajamos hacia las siete y media, y si se hicieran realidad todos los buenos deseos que nos expresaron al despedirnos, seríamos más que favorecidos.

Ese día no teníamos caminos difíciles que recorrer. A través de llanuras cubiertas de hierba donde pastaban cientos de cabezas de ganado; a través de caminos sombreados que parecían los pintorescos caminos de herradura de parques cuidadosamente cultivados, cabalgamos durante cuatro horas y luego, al llegar a una casa decentemente limpia, nos detuvimos pues nuestro “habitante interior” estaba exigiendo algo de comer desde hacía tiempo.

Encontramos ahí a una jovencita cuidando a dos niños cuyos padres estaban ausentes, quien nos ofrecía de comer solamente una miserable mazorca de maíz asada. En vano le suplicamos y ofrecimos mucho dinero por una sola de las tantas aves que andaban por ahí, pero no había manera de convencerla. Desesperados, nos acomodamos debajo de un enorme árbol al borde del camino para esperar la llegada de Eduardo.

Creo que llegó unas dos horas después, justo cuando estábamos a punto de echar suertes para ver quién devoraría al otro. Así que estábamos muy contentos de poder disfrutar un delicioso almuerzo que pronto se nos sirvió al estilo de picnic del que, a decir verdad, no sobró nada.

No había transcurrido mucho tiempo antes de que estuviéramos de nuevo en camino, sintiéndonos más satisfechos con nosotros mismos y con el mundo en general. ¡Qué buena cura para la “tristeza” es una buena comida!

Justo antes de llegar a un pueblito llamado La Armenia, descendimos por unas rocas maravillosas. Volví a mirarlas y deseé tener una cámara. Sé que una foto de ellas, con “¿De dónde vienen?” escrito debajo, me traería una pequeña fortuna por derechos de autor de un rompecabezas con premio. Nadie más que una mula podría resolverlo; y después de todo, esa sería la mejor respuesta. Yo misma no podría hacerlo mejor, incluso después de haber hecho el vertiginoso viaje de arriba abajo.

Trotamos por La Armenia a nuestro mejor estilo: yo, porque no quería me compararan con una jinete cualquiera; Vincent, porque, según me confió después, una de las muchachas más lindas de Honduras vivía ahí.

El resto de la tarde transcurrió sin incidentes. Llegar a San Pedro era nuestro objetivo y afanosamente esperaba que el santo que guardaba las llaves nos reservara algún lugar seguro y agradable para dormir esa noche.

A eso de las cinco y media vi ante nosotros una iglesia y algunas casas pequeñas, y aunque no escuché ningún canto de gallos, un ladrido de perros nos avisó que habíamos llegado a un pueblo, nada menos que el homónimo del apóstol favorito de Roma.

Encontramos alojamiento en un extremo muy alejado del pueblo.

Vistas desde el exterior, estas casas son muy parecidas, y aunque el mobiliario interior es similar en tipo y disposición, el interior puede variar mucho.

Mientras yacía en una hamaca que me habían puesto frente a la casa, y veía salir la luna detrás de una montaña, justo al otro lado de la carretera, me pareció que la vida era muy hermosa y que valía la pena vivirla, a pesar de todas sus dificultades. Cuanto más alta se elevaba la luna, y sus gloriosos rayos se reflejaban con más amplitud sobre todos los objetos circundantes y los bañaban con una luz tan benéfica, como se supone lo hace una cosa femenina, más romántica me volvía y sentía como si encontrara cierto encanto, incluso en San Juan de la Cruz. El anuncio de que mi cama me estaba esperando fue lo que me salvó de la locura total. Contemplando detenidamente, por última vez, la impresionante belleza de la escena que tenía ante mí, reuní mis casi dispersas facultades prosaicas y entré a… ¿será posible darles una idea?

A través de una habitación indignamente sucia se extendía una cuerda de la que colgaban enormes y múltiples tiras de carne salada puestas a secar. Para mi olfato, que no estaba acostumbrado a esos olores, aquello parecía que ya se había pasado y estaba cerca de la descomposición: el olor era tan sofocante y repulsivo.

Eduardo había logrado hacer una cama muy cómoda para mí, mientras que en la otra yacía desnudo un simpático bebé que lloraba constantemente, hasta que poco después lo atendió su madre. Aquí también había una hamaca para Vincent y pronto nos acomodamos para pasar la noche en nuestros respectivos lugares.

Les expresé que prefería quedarme afuera en mi hamaca, pero el plan no resultó factible, empapé un pañuelo con un poco de perfume, lo até debajo de mi nariz y traté de encontrar alivio en el dulce sueño.

Me despertó un extraño ruido que me produjo escalofríos y sentí miedo de respirar. No puedo describirlo, porque no sé cómo era. La oscuridad estaba tan espesa que estoy segura de que podía cortarla, y la única certeza que tenía de encontrarme en el último lugar donde estuve era el olor cada vez más fuerte de esa carne.

Cuando ya no pude soportar la incertidumbre, en un frenesí de miedo rompí el hechizo del silencio y le grité a Vincent. Le hice saber mis aflicciones, así que encendió una cerilla y allí, justo encima de mi cabeza, sobre dos estacas clavadas expresamente en la pared, estaban sentados dos loros retocando su plumaje y poniéndose cómodos para la noche y hermosos para el día siguiente. Parecía como si se sintieran molestos, y sé que lo estaban, al ser perturbados por nuestra presencia.

El resto de la noche pasó como podía esperarse: el bebé chilló, los loros se quejaron, una gallina se hizo sentir desde en un rincón de la habitación, un horrible gato debajo de una de las camas se unió a la actuación y las pulgas se volvieron más animadas, pero el elemento más fuerte era la carne que afectaba otro sentido diferente al oído.

Cuán agradecida estaba cuando amaneció y me sentí en libre del cautiverio que había soportado durante horas y poder salir al aire libre. Me pareció que hacía mucho frío, pero poco después de que el sol ascendiera sobre la montaña que teníamos delante, nos dimos cuenta de que sus afables rayos derramaban un calor agradable y una luz benigna sobre todo lo que nos rodeaba.

Temprano nos pusimos en camino, despidiéndonos de San Pedro con tanta alegría, a diferencia del pesar que sentimos al despedirnos de La Breita la mañana anterior.

Desde un punto de vista hondureño el camino era bueno, y el único rasgo novedoso del paisaje era la apariencia de las rocas. Los acantilados eran negros y parecía como si durante siglos el agua hubiera azotado sus bases con una furia agitada y, a menudo, salvaje, dándoles esa formación peculiar tan bien conocida por los geólogos.

Todas las llanuras estaban densamente sembradas de peñascos negros de tamaños que iban desde la inmensidad hasta aquellas cuyos propósitos podían ser la construcción y la pavimentación. Nunca he visto en ningún lugar rastros más convincentes del período de la deriva continental.

Mientras pasábamos por un espacio abierto donde el sol brillaba con más calidez que en otros lugares, una gran serpiente amarilla y negra se arrastró perezosamente por el camino, justo delante de mí.

Me disgustó verla, no sólo porque sienta una innata repulsión por todo lo que se arrastra de esta forma suave, sinuosa y traicionera, sino porque había querido hacer el viaje sin encontrarme con una sola experiencia de ese tipo.

De acuerdo con lo expresado por una amiga nuestra, en gran parte producto de su imaginación, y con sus conocimientos de una escuela de geografía, el suelo estaba colmado de orificios que conducían a las moradas de estos reptiles, y yo esperaba encontrarlos adornando árboles, arbustos y cercas, acechando dentro de cada mechón de hierba, y por lo tanto haciendo de mi vida una espantosa y auténtica pesadilla.

Sin embargo, esta fue la primera y, como se comprobó después, la última criatura de este tipo que pude ver ya sea durante mi viaje o mi posterior residencia en el país hasta el presente. Vi muchas lagartijas, pero su forma asustadiza y rápida de desaparecer de la vista me recordó más a las tímidas ardillas de casa que a cualquier otra cosa. Me gustaron mucho, en su medio por supuesto.

Todavía faltaba una hora para el mediodía cuando llegamos a un arroyo en cuya orilla crecía un árbol que proyectaba una sombra tan seductora que no pudimos resistir su fascinación, así que desmontamos, atamos nuestras mulas y comenzamos a esperar ansiosamente la llegada de Eduardo.

En ese momento, Vincent, como “Zaqueo, subió a un árbol”, listo para avizorar la llegada del tan ansiado almuerzo, mientras yo me entregaba a una siesta. Me despertó un jinete que se aproximaba y pensé que nos traía la comida, mi amigo también bajó del árbol y juntamos las falsas esperanzas.

El jinete, un hombre joven y apuesto, cuya pulcritud era lo más parecido a la de un hombre civilizado como yo no había encontrado hasta ahora, a pesar de sus pies descalzos en los que llevaba espuelas atadas con correas, se detuvo en medio del arroyo, y después del saludo amistoso de costumbre, procedió a inspeccionarnos lentamente.

Pasó mucho tiempo antes de que llegara nuestro sirviente, aunque finalmente lo hizo. El almuerzo fue servido y compartido de manera generosa. Aun así, el jinete nos miraba detenidamente, no de forma impertinente, sino como si estuviera sinceramente interesado en nosotros. Le ofrecimos un poco de mermelada, que comió con total desmesura, pero sin apartarnos la mirada. Lo ignoramos, pero él no captó la indirecta. Permaneció allí hasta que volvimos a montar, y luego cabalgó con nosotros durante millas y millas.

Su comportamiento nos divirtió más que cualquier otra cosa, aunque tal vez experimentamos un sentimiento de alivio cuando llegamos a un lugar donde nuestros caminos tomaban rumbos diferentes. Nos estrechó la mano de manera amistosa, imponente, casi cálida, y luego se alejó a galope como si hubiera cumplido con un arduo deber y ahora se sintiera libre para divertirse.

Poco después llegamos a una altura desde donde divisamos el Valle de Yegnare, uno de los paisajes más hermosos y extensos que he tenido la fortuna de contemplar.

Grandes cumbres puntiagudas besan el cielo por todos lados, y parecen silenciar todo el ruido y la lucha que se produce más allá, en el mundo. Y como centinelas, sombrías y demacradas, resguardan intacta la paz y la prosperidad de las vastas llanuras dentro de ese muro natural.

Dos haciendas ocupan casi todo el valle, y son tan extensas, que granjas están separadas a cuatro millas de distancia. El dueño de ambas resultó ser nada menos que el padre de mi acompañante, y aunque todavía quedaba un día más de viaje por delante, ya nos sentíamos como en casa.

Descendimos y entramos en la amplia propiedad de la Hacienda San Francisco, cuyo límite, para mi asombro, estaba marcado por una cerca de alambre de púas estadounidense muy familiar.

Cabalgamos a través de campos donde la hierba ondeaba por encima de nuestras cabezas, sobre praderas donde cientos de vacas, mulas y caballos vagaban libremente, y luego, cuando el sol se estaba poniendo, llegamos a la granja, y aquí desmontamos para hacer la parada de la última noche.

Continuará…

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