Oscar Estrada
En la noche de su toma de posesión, el 9 de enero de 2022, Daniel Ortega no celebró con el júbilo de un líder que conquista democráticamente el corazón de su pueblo. En cambio, la capital nicaragüense estaba envuelta en un silencio que solo era interrumpido por los rumores del patrullaje constante de las fuerzas de seguridad. Ese ambiente, que podría parecer un preludio de calma, era en realidad un reflejo del control absoluto que Ortega había consolidado a través de años de represión metódica, desde el desmantelamiento de las instituciones democráticas que comenzó una década antes hasta la intimidación y encarcelamiento de cualquier opositor viable.
El caso de Nicaragua resuena poderosamente al observar el panorama político actual en Venezuela, donde Nicolás Maduro comienza un nuevo mandato, también cuestionado por su legitimidad. Maduro, como Ortega, ha perfeccionado un sistema de control político que mezcla represión abierta con medidas legislativas y propaganda. Tras unas elecciones ampliamente rechazadas por la comunidad internacional, Maduro sigue los pasos de su homólogo centroamericano, apostando por un modelo de autoritarismo que busca cerrar cualquier espacio de disidencia.
La reciente historia de Venezuela ha estado marcada por una militarización que, aunque menos visible de lo que las imágenes de propaganda sugieren, es eficaz en sembrar miedo entre los ciudadanos. Maduro, respaldado por leyes como la Ley Contra el Odio y la recién aprobada Ley Simón Bolívar, ha ampliado su arsenal de herramientas legales para silenciar a opositores y organizaciones no gubernamentales. Estas medidas, similares a las leyes represivas de Ortega, como la Ley de Regulación de Agentes Extranjeros, buscan eliminar cualquier posibilidad de fiscalización externa o resistencia interna.
Un paralelo evidente entre ambos regímenes es su enfoque en controlar a las Fuerzas Armadas. Ortega garantizó su victoria al consolidar la lealtad militar, ofreciendo beneficios y reestructurando las jerarquías para asegurar que no hubiera fisuras en su apoyo. De manera similar, Maduro ha intensificado sus esfuerzos por asegurar la subordinación de las Fuerzas Armadas venezolanas. Los discursos de lealtad incondicional, acompañados por operativos y despliegues visibles, no sólo envían un mensaje de intimidación a la oposición, sino que también buscan disipar cualquier duda entre los uniformados.
Sin embargo, el costo político de este modelo es elevado. Para Ortega, el aislamiento internacional ha sido una constante desde su última reelección. Nicaragua ha sufrido sanciones económicas severas, incluidas restricciones comerciales y financieras impuestas por Estados Unidos y la Unión Europea, así como la exclusión de programas de cooperación internacional. Además, la deslegitimación en organismos multilaterales como la Organización de Estados Americanos (OEA), donde se han condenado las violaciones a los derechos humanos, ha aislado al gobierno de Ortega de la diplomacia regional e internacional. Es un paria continental. Aunque el gobierno ha mantenido su control interno, su capacidad de negociar en el escenario global está gravemente limitada. Maduro, enfrentando sanciones similares y un repudio generalizado de los principales actores internacionales, parece dispuesto a seguir este mismo camino de aislamiento.
En este contexto, el futuro del nuevo gobierno de Maduro se perfila con tintes oscuros. La consolidación de su poder, al igual que en Nicaragua, dependerá de una represión constante y metódica que suprima cualquier tipo de oposición organizada. En el caso de Ortega, estas medidas incluyeron desde el cierre de medios independientes y la cancelación de organizaciones civiles, hasta el encarcelamiento masivo de opositores. La culminación de esta estrategia se dio con la expulsión de numerosos presos políticos y la suspensión arbitraria de su ciudadanía, marcando un punto álgido en su aislamiento represivo. Aunque ya existían medidas en este sentido en Venezuela, Maduro está ahora forzado a profundizarlas para mantener el control frente a una creciente deslegitimación interna y externa. Esta estrategia también profundizará el aislamiento de Venezuela, limitando las oportunidades para aliviar la crisis económica y social ya catastrófica, que afecta al país. La experiencia nicaragüense sugiere que este modelo puede sostenerse durante un tiempo considerable, pero a un costo humano y político que dejará cicatrices profundas en el continente.
La pregunta que queda es hasta cuándo pueden resistir estos regímenes en un mundo cada vez más interconectado, donde las narrativas autoritarias enfrentan un escrutinio constante. ¿Es posible que el modelo Ortega-Maduro, basado en el miedo y la represión, se convierta en un arquetipo duradero, ¿o estará destinado a desmoronarse bajo el peso de su propio aislamiento? En cualquier caso, las historias de Nicaragua y Venezuela seguirán siendo un recordatorio de cómo los regímenes autoritarios moldean, y a menudo deforman, el curso de las democracias en América Latina. Un mal ejemplo para todos.