Oscar Armando Valladares
En los albores del Año Nuevo, el derrocamiento a mano armada de Manuel Zelaya -materializado el 28 de junio de 2009- ha tomado un rumbo inusitado al incoarse el enjuiciamiento de tres altos miembros de la jerarquía militar que tuvo a su cargo planificar los operativos represivos durante y después -días y meses después- del madrugón inconstitucional que tanto repiqueteó en el escenario político internacional. Previo a ir al grano, considere el lector la divagación siguiente. Cuántos hechos lamentables pudieron haberse ahorrado, si la ambición de una élite inmoderada no se embarca en la aventura de aquel año, sin medir en su ceguera las secuelas que produjo en toda la sociedad. No evitó y más bien asumió como suyos los tres gobiernos sucesivos, en los que tuvo notorio apogeo la corrupción, el narcotráfico, la venta del territorio, las privatizaciones y los empréstitos desorbitados. Se llamó a silencio y hasta aupó los abusos cometidos en contra de todo el que protestaba por un estado de cosas francamente oprobiosas, dos de ellas: la pobreza y la violencia desbordadas.
Cuántos casos y cosas -producidos por acción u omisión- formaron la urdimbre de una historia terrible de doce años y meses, que ahora traen a cuento opositores y gobierno, victimarios y víctimas, quienes claman justicia y quienes se reputan perseguidos políticos, inocentes cristianos y ajusticiadores satánicos, en fin…
Fruto, entonces, de la decisión tomada el 28 de junio -en que además de darle volantín fue extrañado del país el titular del Ejecutivo-, devino lo acontecido una semana después. A tempranas horas del 5 de julio, una multitud nunca antes vista esperaba el arribo a Toncontín de Manuel Zelaya, en tanto -cumpliendo órdenes superiores- habíanse apostado -a lo largo y ancho de la pista- numerosos soldados fusil en mano, provistos además de vehículos del ejército, con el fin de impedir el anunciado aterrizaje de la aeronave venezolana en que venía acompañado el depuesto gobernante. La frustración del gentío hizo que un grupo de manifestantes buscara inútilmente franquear la valla de la instalación aeroportuaria. Una descarga de fusilería hizo que la gente precipitadamente se tirara al suelo, con el saldo de heridos y la muerte inmediata de Isy Obed Murillo, cuya masa craneal desparramó el disparo de un inequívoco fusil accionado a distancia. Las cámaras reprodujeron visualmente la tragedia, en la que se aprecia al periodista César Silva cargando en brazos el cuerpo del joven víctima de aquella jornada.
Hubo que esperar la llegada de un nuevo gobierno -surgido de los comicios generales de 2021- para que los oficiales en situación de retiro Romeo Vásquez Velázquez, Venancio Cervantes y Carlos Roberto Puerto pudieran ser acusados por los cargos de homicidio “en perjuicio de Isy Obed Murillo Mencías y por la comisión de lesiones en perjuicio de Alex Roberto Zavala”, de acuerdo con el boletín de la Secretaría de Seguridad”, institución del Estado que ejecutó la captura de los indiciados. Escenas parecidas a las que se dieron durante la captura de Hernández Alvarado, se han suscitado ahora, en que familiares, abogados y simpatizantes de los exmilitares -y ellos mismos- aseguran no tener un ápice de culpabilidad: que todo obedece a la prédica patriótica anticomunista emprendida, particularmente por Vásquez Velázquez, frente a Libre, Xiomara y “Mel” Zelaya empeñados en llevarnos al infierno del socialismo venezolano, cubano, nicaragüense y otros lugares comunes de la oposición.
Terribles penalistas “con su azul dentellada”, expresan en los medios corporativos que sus defendidos saldrán sueltos y absueltos; que están un año luz de algún crimen de lesa humanidad; que la justicia divina obrará en su favor, para que en el año político vuelvan a sus cívicas andadas y, de ser necesario, sacrifiquen sus vidas antes de que el comunismo -esa anaconda rojiza- estrangule a la patria. Al final, el tiempo dirá en qué estado quedaron estos tres “enjuiciamientos”.