NUNCA está de más volver a reflexionar y escribir sobre Amapala, la ciudad-puerto de la Isla del Tigre en el Golfo de Fonseca, al sur de Honduras. La descripción debe ser lo más exacta posible para los lectores extranjeros. Y aunque los buenos narradores y poetas isleños (que sí los tiene) pinten un panorama desolador, diciendo que es un pueblo en proceso de extinción que nada tiene que ver con los días de gloria en que Amapala exhibía conexiones comerciales con Europa Occidental, Estados Unidos, América del Sur e inclusive Japón, las posibilidades portuarias, a pesar de ello, están a simple vista del visitante desprejuiciado.
Dos exploradores estadounidenses de mediados del siglo diecinueve fueron quizás los primeros en identificar la posición realmente estratégica del puerto. Uno de ellos, que por cierto también anduvo explorando las tierras de Olancho, expresó que en el Golfo de Fonseca, en torno de la Isla del Tigre, cabía toda la flota mercante de Estados Unidos. Esto sólo para que nuestros amables lectores se hagan una idea de las profundidades oceánicas del Golfo y de las potencialidades económicas y financieras de la zona.
A la par de los exploradores aludidos estuvieron al tanto de lo dicho los primeros inversionistas italianos y alemanes que se asentaron en aquel puerto con la idea de importar y exportar todas las mercancías posibles, es decir, todo lo que la población hondureña estuviera en capacidad de comprar y vender. Aparte que los mismos europeos terminaron por trasladarse a Choluteca y a Tegucigalpa en donde establecieron sus casas matrices e instalaron las primeras fábricas de la región centro-sur-oriental de Honduras, ensayando un capitalismo moderado, aceptable para todos. Aquellas casas comerciales hacían las veces de bancos intermediarios con el fin de facilitarles los negocios a los ganaderos y viajeros que temían llevar, por las montañas ariscas, sus ganancias monetarias. Ellos depositaban sus dineros en las casas matrices y se los devolvían, mediante documentos firmados, en las sucursales de Olancho, El Paraíso, Francisco Morazán y Comayagua.
El emporio económico amapalino y cholutecano se derrumbó con los acontecimientos derivados de la Segunda Guerra Mundial. Aquellos negocios de los alemanes e italianos voluntariosos, que nada tenían que ver con los nazis, se vinieron a pique. No tanto en Nicaragua ni tampoco en Guatemala en donde, al finalizar la guerra, les devolvieron sus bienes y servicios que habían sido congelados. No en Honduras. Por eso las guerras, aunque se escenifiquen lejos del territorio nacional, traen consecuencias peligrosas, como en el caso del puerto de Amapala cuya opulencia parece haberse esfumado de la noche a la mañana.
Sin embargo, con una simple visualización se perciben las enormes potencialidades adormecidas de Amapala, desde cuyo volcán se puede apreciar la escenografía costera de tres países hermanos: Honduras, Nicaragua y El Salvador. Antes que los estadounidenses columbraran lo estratégico del lugar, los exploradores españoles vislumbraron los caminos neurálgicos para el comercio colonial. Incluso el famoso pirata británico Francis Drake anduvo husmeando por el Golfo de Fonseca.
La triangulación económica ferro-viaria de Amapala, Trujillo y Puerto Cortés es una necesidad perentoria en función de los intereses económicos de todo el pueblo. Esto lo vieron con claridad aquellos que trabajaron los documentos del “Plan Nacional de Desarrollo” en la época de los militares reformistas. Hoy se ha vuelto una necesidad imperativa.