Segisfredo Infante
Los comienzos civilizatorios fueron prolongados y difusos. No hay una línea divisoria contundentemente clara que marque con nitidez las fronteras cronológicas entre los primeros emplazamientos urbanísticos y el paleolítico prehistórico superior. Lo que sí sabemos es que incluso los hombres pensantes de aquella época mixturaban los mitos, la teología, la poesía, la lógica e incluso la filosofía primordial. Aunque sabemos, pese a ello, que los filósofos griegos sí adoptaron una postura diplomática distante del politeísmo extremo de su época, metiéndose a veces en aprietos que ponían en peligro sus existencias biológicas.
El caso del geómetra Pitágoras es desde todo punto de vista interesante. Por una parte era un racionalista abstracto de las matemáticas de su época que indagaban las “simetrías” musicales y numéricas del universo inmediato. Por otro lado creía en la transmigración de las almas de unos cuerpos a otros. Pero lo más interesante es que Pitágoras, anticipándose a Sócrates, nunca escribió un solo renglón en su vida (ni un telegrama para decirlo en términos modernos), quedando sus conocimientos resguardados en el misterio de una especie de secta de privilegiados, quienes posteriormente pregonaron su indudable sapiencia exagerando y quizás distorsionando ciertos puntos. Platón pareciera ser el más importante heredero de los conocimientos pitagóricos. Exigía a sus discípulos de la “Academia” que supieran algo de geometría y que propalaran aquella dialéctica de las “Formas o Ideas” que contaban con una clara anticipación en la doctrina de la existencia de “las almas” que se encarnaban en los seres humanos, ocultando sus conocimientos apriorísticos.
Hay que reconocer que Pitágoras es uno de los primeros hombres mediterráneos (del año 570 antes de Jesucristo) que intentó, consciente o inconscientemente, separar el saber científico de otros conocimientos mistéricos que abundaban en aquellos países en los que intelectualmente se formó. Hay que recordar que Pitágoras fue un viajero impenitente que según se cuenta estudió en los templos egipcios y mesopotámicos durante treinta y cinco años, asimilando los secretos de los posibles “Iniciados” en las enseñanzas numerológicas que sirvieron de base racional a las perfectas geometrías prácticas utilizadas en las pirámides cercanas al río Nilo, como en la construcción de los “zigurats” conocidos en los ámbitos populares como “Jardines Colgantes de Babilonia”. De aquellas enseñanzas iniciáticas el racionalista Pitágoras derivó algunos principios geométricos abstractos que al retornar a los países “egeos” y “adriáticos” le sirvieron para crear el basamento primordial de las matemáticas de todos los tiempos, hasta elaborar un famoso teorema que fue refinado en los años modernos por Pierre de Fermat y resuelto en la década del noventa del siglo pasado por el tesonero matemático inglés Mr. Andrew Wiles.
Pitágoras, sin embargo, nunca logró despojarse de todos los supuestos esotéricos aprendidos en la secretividad de Egipto, Babilonia e incluso de Persia. La especie de principio exclusivo que solamente deberían compartir las hermandades de los templos y de las academias, persiguió al pobre Pitágoras hasta el final de su existencia. Igualmente aquella idea “inalterable” de la absoluta armonía numerológica del universo, también lo persiguió como una suave pesadilla en casi todas sus elucubraciones matemáticas, de tal suerte que hasta se dice que él mismo ordenó el asesinato (por ahogamiento en una piscina) de un alumno suyo que había descubierto la “irracionalidad” de la raíz cuadrada del número dos positivo. Su propio discípulo había arribado a la intimidad de los ʼnúmeros irracionales” que ni siquiera con una espada se podían corregir, porque Pitágoras rechazaba la irracionalidad de cualquier cantidad numérica. O las posibles asimetrías del “Universo”.
Pero las cosas que se dicen de Pitágoras son decires. Pues nunca tuvo un alumno que escribiera una biografía exacta y en forma directa de su maestro. No tuvo el privilegio de Sócrates con sus herederos Platón y Xenofonte que lo trataron en forma personal. Pitágoras, por eso mismo, continúa siendo insondable frente a la posteridad, en razón de lo cual merece el reconocimiento (junto al antropólogo e historiador Heródoto) de ser uno de los primeros hombres que abandonó su peñasco griego con el propósito de deambular por los rincones más o menos conocidos del mundo antiguo, y luego procesar sabidurías que eran ajenas a la pequeña Grecia que aún se movía bajo el impacto de los mitos del Olimpo y de los héroes de la sonadísima guerra de Troya.
Otro reconocimiento, conviene recapitularlo, es que el famoso “teorema del burro” pitagórico, recogido en las páginas de Diofanto, hizo posible que el gran matemático francés Pierre de Fermat, derivara un nuevo y complejísimo teorema (o enigma) que tuvo trabajando durante trescientos cincuenta y siete años (357) a los mejores matemáticos del mundo, hasta que un joven británico vino a resolverlo. Seguiremos sondeando lo insondable.