Segisfredo Infante
Si acaso hubo un hombre realmente preocupado por el tema de la transferencia tecnológica a los países de América Central, ese hombre se llamó Manlio Dionisio Martínez Cantor (QEPD). Él publicó dos libros al respecto. Uno de ellos titulado “Tecnología y desarrollo en el istmo centroamericano” (Guaymuras, 1990). Manlio sabía, según las exigencias del desarrollo, que el traspaso de las tecnologías es casi indispensable, siempre que nunca dicha operación se haga a ciegas ni en forma mecánica. No siempre los campesinos, según nuestra observación, se hallan instruidos para recibir las herramientas modernas y a veces ni siquiera están preparados para cambiar el pujaguante tradicional (que se ocupa al momento de sembrar) que les permita conducir un arado jalado por una yunta de bueyes. No digamos cuando el campesino recibe un tractor. No son tan fáciles las cosas como parecieran. Es más, aún estamos lejos del regadío de plantaciones por goteo.
Otro amigo, también ya fallecido, superentusiasmado con la tecnología de las telecomunicaciones, me expresó en cierta ocasión que cuando cada hondureño tuviera a su disposición un teléfono móvil, Honduras saldría del atraso y se convertiría en un país desarrollado. Con un involuntario escepticismo le contesté que me embargaban las dudas al respecto. La verdad es que, desde aquella lejana fecha hasta el momento, casi todas las familias cuentan con dos teléfonos celulares, pero igual seguimos patinando sobre los mismos jabones estructurales, porque las tecnologías de punta por regla general el hondureño promedio las recibe ciegamente, como fetiches deshumanizantes. Pero incluso, aun cuando en el caso de la pandemia 2020-2021 los teléfonos móviles fueron utilizados para recibir los cursos escolares en línea, los rendimientos académicos fueron bajísimos, entre otros motivos porque los niños y los adolescentes utilizaban el mismo artefacto simultáneamente y la otra causa, más importante que la anterior, eran los problemas de pésima conectividad, no sólo en las aldeas lejanas, sino incluso en Tegucigalpa y en San Pedro Sula.
No podemos ni debemos hacernos ilusiones con el mero trasplante mecánico de las tecnologías innovadoras, que suelen desfasarse cada tres o cinco años, en tanto que la pobre gente ni siquiera tiene dinero para adquirir nuevos teléfonos celulares. Debemos estudiar las condiciones reales o concretas de cada rincón del país, a fin de poder hablar con propiedad del despegue o desarrollo nacionales. Es extraño que en países como el nuestro cada vez que se habla de “innovaciones” se pierde de vista que es una obligación monumental desarrollar primero, o sobre la marcha, un aparato productivo concreto a nivel nacional (o tal vez en las subregiones claves) que llene las expectativas internas y que permita la gruesa captación de divisas fuertes mediante las exportaciones hacia los mejores mercados del mundo.
Por otro lado, y aquí viene la parte filosófica del asunto, la ciencia y su rama instrumental que es la tecnología (o la “tecnociencia” como se suele decir ahora) deben desarrollarse integralmente en concordancia con las necesidades reales de la vida del “Hombre” y del equilibrio ecológico del planeta. No se le deben imponer tecnologías como camisas de fuerza a los seres humanos desamparados o indefensos, a menos de que se trate de un instrumental ético en beneficio de la humanidad y de la vida en general, en un entorno en que cada vez desaparecen las especies biológicas y se tambalea el sistema climático de los mares y de la atmósfera, perjudicando a países vulnerables como Honduras. La eticidad de los científicos se pone en entredicho cuando ellos inventan aparatos tecnológicos que ponen en grave peligro la existencia de la especie humana, como ha sido el caso en el siglo veinte y parte del veintiuno, de la famosa tecnología termonuclear, que se mueve todavía como un péndulo filoso sobre las cabezas de los inventores y del resto de la humanidad. Tal parece que todavía existen tecnócratas interesados, consciente o inconscientemente, en la disolución (o desaparición) de los hombres y mujeres en función de llenar las egolatrías de las mercadotecnias de cada momento. No se puede esperar nada bueno de una tecnociencia que desea convertir a los hombres en esclavos de las máquinas o simplemente en disolverlos como si nunca hubiesen existido.
Necesitamos tecnologías que auxilien a los médicos en el momento de salvarles las vidas a los pacientes. Necesitamos innovaciones que coadyuven a la conservación del agua dulce y del agua potable. Necesitamos tecnologías renovables como los paneles solares al alcance del bolsillo de los pobres y de la clase media. Necesitamos una “agricultura protegida” como la de varios países desarrollados. Pero a fin de que todo esto sea posible necesitamos talleres (rurales y urbanos) de formación intensa en todas aquellas tecnologías que realmente sean favorables a la gente humilde y a la humanidad entera.