Segisfredo Infante
No soy “curador” ni mucho menos crítico de arte, aun cuando tengo unos libros almacenados con estos contenidos. Pero ocurre que en medio de un bulto de fotocopias, documentos y revistas apareció el libro “Cinco maestros de la plástica hondureña”. El obsequio quedó fi rmado por Carmen Y. Cruz Rivas, en febrero de 2012, con las siguientes palabras: “Con mucho cariño para nuestro amigo Segisfredo Infante, de la Fundación del Museo del Hombre Hondureño”.
Un día de tantos me quedé a medianoche hojeando las páginas de este libro ilustrado con esmero y belleza. Lo que más me atrajo es que tuve la oportunidad de conocer en persona a cuatro de los cinco maestros de la plástica catracha: Me refiero a Gelasio Jiménez, Benigno Gómez, Mario Castillo y Miguel Ángel Ruiz Matutte. No conocí, lastimosamente, a don Moisés Becerra, aunque asistí a una exposición organizada por su hermano Longino. Los cinco artistas, todos ya fallecidos, aparecen fotografiados en la primera plana del libro, impreso sobre papel satinado, y con pequeñas biografías introductorias para cada uno de ellos, con una presentación general de Carlos Lanza.
Aunque ya conocía algunas obras de Gelasio Jiménez, me han dejado impresionado las diferentes muestras de su obra pictórica. Sobre todo “La pregunta” que más pareciera una muestra de matemáticas modulares. Y el “Cristo” con un rostro perfecto y unos ojos en donde se refleja la figura de Gelasio Jiménez con cara de profeta, como una reminiscencia, quizás, de las representaciones que apenas aparecen en los ojos de la “Virgen de Guadalupe”, la patrona de México. Vale la pena recordar que con Gelasio nos encontrábamos casi todas las mañanitas en el ya mítico “Café de Pie”. Él se sentaba. Pedía un café. Medio llenaba un crucigrama y de vez en cuando me obsequiaba uno de sus poemarios a fin de reproducir su poesía en el “Boletín Literario-Informativo 18-Conejo” y tal vez en “Caxa Real”. Es extraño que nunca hayamos sido amigos con Gelasio Jiménez, a pesar de las proximidades.
El siguiente pintor de la lista es Benigno Gómez. Un hombre simpatiquísimo que había sido, junto con Roger Gutiérrez, discípulo de Ruiz Matutte en el manejo único del signo del color. Todos conocemos a “Don Benigno” como maestro del dibujo de palomas y el extraordinario juego de colores. Tuvo la gentileza de obsequiarme un retrato que reproduje en la contracubierta de mi libro “Fotoevidencia del sujeto pensante”. Además me regaló otra pintura y varios dibujos que espero sigan apareciendo en medio de mi caos documental. Es magnífica su pintura “Inauguración de la Academia del Genio Emprendedor y del Buen Gusto” (1989).
A Mario Castillo lo traté menos. Pero me presenté en varias de sus exposiciones de retratos con un alto nivel de calidad fuera de toda duda. En cierta ocasión conversamos sobre la dificultad de varios artistas de la plástica al momento de dibujar las manos de sus personajes representados. Me explicó que pintar manos es una de las faenas más difíciles con las que se puede enfrentar un verdadero dibujante o un buen pintor. Tal vez por eso es que se pondera la relación íntima y compleja entre las manos y las acciones psicomotrices que se desprenden del cerebro humano. Le recordé que Oswaldo Guayasamín había ofrecido una conferencia magistral sobre el trabajo de las manos de diferentes pintores de América Latina, señalando sus propias experiencias. No recuerdo que Mario Castillo me haya confirmado su asistencia en aquel evento de Guayasamín, coincidiendo, sin embargo, con lo expresado en tal conferencia escuchada en el viejo Paraninfo de la UNAH, en Tegucigalpa. Es formidable su lienzo del “Ángel alzando el vuelo”.
De Moisés Becerra es poco lo que tengo que decir. Sus pinturas extrañas, con sugerencias revolucionarias, me hacen pensar, directa o indirectamente, en las expresiones corpulentas y redondas del pintor y escultor colombiano Fernando Botero, quien a pesar de todo ha gozado de un buen mercado internacional. Hay un cuadro de Becerra que me gusta o me atrae, se llama “La fiesta”.
Por último está Miguel Ángel Ruiz Matutte, con quien logré cultivar una larga amistad a pesar de sus variaciones temperamentales. Vivía en Londres, y cada vez que venía a Tegucigalpa solíamos encontrarnos en la casa de doña Cristina Montes de Gálvez, una anfitriona de primera línea. En otras oportunidades he sostenido la tesis (tal vez exagerada) que Ruiz Matutte ha sido el pintor más completo de Honduras, entre otras razones porque era un auténtico “poeta del color” y porque experimentó y cubrió casi todas las escuelas y las técnicas pictóricas del siglo veinte. Son inolvidables sus colecciones del “Lázaro” resucitado y del Jesucristo “Contemplado”. Luego sus murales en donde se entrelazan los rostros de José del Valle y Francisco Morazán. Lo mismo que sus retratos de escritores hondureños por encima de todo adjetivo calificativo.