Héctor A. Martínez (Sociólogo)
En fútbol y en política, los hondureños hemos evolucionado; para mal, desde luego. Dos momentos fatídicos en menos de una semana: el misil cervecero disparado a la cabeza del entrenador mexicano Javier “Vasco” Aguirre, y el cono de plástico lanzado sobre la humanidad de una diputada de oposición al Gobierno; un verdadero “conazo”, literalmente hablando. Sangre en ambos casos.
La tirantez que se ha apoderado de los hondureños en todas las facetas de la vida nacional, pone en evidencia lo inmanejable de las tensiones sociales que se acentúan en medio de la inseguridad, el desempleo y el deterioro económico. Sobre todo, de este último. Los precedentes de la violencia son de sobra conocidos: la polarización social, que ha sido establecida como una estrategia ideológica del “todo o nada”, ahora vemos cómo se alza del nivel discursivo a la acción violenta. La agresión física que ha despuntado es una muestra de la baja educación en la que cae la media nacional; de la incapacidad para establecer relaciones civilizadas y del sectarismo como arma que suprime toda manifestación opositora.
En contra de la lógica y la sensibilidad humana, la catarsis del fútbol y de la fiesta electoral se fue por el retrete. Tras el incidente contra el entrenador mexicano, la mayoría de los medios de comunicación deportivos, en un acto de victoria inacabada, culparon a este de haber provocado a los aficionados con ciertos ademanes injuriosos; mientras, en el caso de la diputada opositora, el mutismo encubridor del oficialismo no hizo más que confirmar lo que siempre hemos sabido: que el tribalismo impide juzgar como delincuente a un militante de las huestes del poder, mientras los otros son vistos como una amenaza que permite legitimar cualquier acción en su contra.
No nos extrañemos: a estos lamentables hechos, casi siempre antecede la propaganda política y la publicidad mediática, no con buenos dividendos que digamos. Frases como “Se calienta la previa”; “Honduras puso de rodillas a los mexicanos”; “En casa nos hacemos respetar”, etc.; son muestras explícitas de que la locuacidad desenfrenada puede traspasar las fronteras -deportivas y políticas- hasta llegar a vulnerar la dignidad de los contendientes. Recuerdo bien la antesala de aquel 14 de julio de 1969 que terminó en una guerra sin sentido. Guardo en la memoria los saqueos a las tiendas de los honrados comerciantes de origen salvadoreño, y el asesinato del padre de un buen amigo de infancia. Del futbol a las hostilidades.
El sensacionalismo enfocado en la polémica -futbolera o politiquera, sin la cual, los Faitelson y los Robespierre no podrían mantenerse en el “rating”-, crea una atmósfera que demoniza a los opuestos, mientras los ofendidos, no menos impetuosos, responden con todo tipo de improperios. Así se encienden los fuegos pasionales.
El energúmeno en el estadio que atacó al “Vasco”, simplemente se desprendió de la tribu para manifestar su des-gracia personal, perdiendo el sentido de la responsabilidad ciudadana. El bárbaro que lanzó el misil a la diputada solo ha cumplido con su tarea; ha respondido bien al proceso pedagógico que le enseña que su legión goza de una supuesta superioridad moral, y él, así lo cree.
Pues bien: he ahí la prueba de nuestra decadencia como sociedad; el resultado de la incapacidad para tender puentes de armonía, y la barbarie que se deriva de ello; lo que nos demuestra que, en el futbol y en la política, andamos más o menos iguales: atrasados y mal ranqueados.