¿SALIMOS?

NO era nuestra intención –evitando comparación inoportuna con el feo temporal causante de lamentables daños a frágiles departamentos costeros– referirnos a aquel bíblico diluvio que, para esta misma época, deshizo al revés y al derecho toda la extensión geográfica nacional. Y solo lo hacemos por respeto a la verdad histórica que, con inexplicable ligereza quisiese ser ninguneada por mentalidad mezquina que demasiado poco le parece todo el bien que se hizo, el gigantesco trabajo desplegado en la emergencia, impidiendo que el país sucumbiese en la impotencia, y en los posteriores períodos de rehabilitación y reconstrucción; llevando auxilio a las víctimas (más de la tercera parte de la población que quedó damnificada y llorar la tragedia humana), como reponer, incluso, mejorar en los escasos dos años que quedaron de gestión, la vasta infraestructura destruida que las aguas embravecidas y los vientos enfurecidos se llevaron. Fue, calificaron los expertos, la segunda catástrofe mundial de mayores proporciones ocurrida en el siglo pasado. Inició como huracán en su más alta categoría, se estacionó días en el Atlántico hondureño.

Devastó las islas y las colindancias litorales y al ingresar como potente tormenta tropical se paseó de uno a otro extremo del territorio, sin dejar un rincón ileso –semanas de torrenciales lluvias que inundaron a diestra y siniestra y derribaron lo que encontraban a su paso– arrasando mucho de lo construido en los últimos 50 años. Tomaría –calcularon– más de dos décadas recuperarse. Hoy –esa desviada costumbre de desprecio a todo– lo más cómodo es garabatear antojos desconociendo que, si bien agradecimos la inmensa y generosa solidaridad internacional, esta se gestiona –como se hizo en los grupos consultivos de Washington, Estocolmo y Tegucigalpa– no ocurre como milagro caído del cielo. Y se persiste, con dignidad, hasta convencer, como se hizo, en cumbres y citas bilaterales presidenciales, que cambiaran los parámetros del Club de París y así acceder a la condonación de la deuda. Lograr el casi total desembolso de los recursos de asistencia comprometidos que tampoco los sueltan automáticamente –también a fuerza de insistir e insistir, incluso, creando el Consejo Nacional Anticorrupción y el G-16 hondureño para involucrar a los embajadores en la observación y la gestión– e invertirlos transparente y eficientemente, con la rapidez con que se hizo. Y solo se obtiene si se genera confianza, como se tuvo, y se mantuvo presentando un Plan de Reconstrucción, no del gobierno, del país, avalado por todos los sectores de la colectividad; y una Estrategia de Reducción de la Pobreza, consensuada ampliamente en cabildos abiertos. Tampoco fue obsequioso beneficio sino obtenido gracias a la perseverante gestión, el TPS y la moratoria que logró detener la deportación de connacionales inmigrantes que, al tener estabilidad y trabajos seguros, elevaron las remesas de lo insignificante que eran a los niveles exponenciales que entran ahora. Por ser ingresos que reciben los parientes, reducen los índices de pobreza, y sirven de apoyo a la relativa estabilidad de la moneda y de la economía en general.

La sola gracia del borrón y cuenta nueva, fue lo que habilitó a las administraciones siguientes a la obtención de recursos frescos, con préstamos concesionales que, sin ellos, quién sabe en qué desequilibrio mayor estarían las reservas y la economía. Aunque les parezca poca cosa la ampliación de los beneficios de la Cuenca del Caribe –también obtenidos por pertinaz gestión– fue lo que evitó la fuga de las maquilas, el acceso al gran mercado norteamericano, y la seguridad de trabajo acá a cientos de miles de hondureños. (Cortos de memoria –entra el Sisimite– que por la vacunación masiva no hubo epidemias, más bien se reabastecieron los centros de salud; se recompusieron los caminos y las carreteras derrumbadas; los tendidos eléctricos y telefónicos tumbados; los cientos de puentes colapsados; los sistemas de agua potable –si el Distrito Central quedó partido en dos, sin poderse comunicar Tegucigalpa con Comayagüela, desabastecido de gasolina, y sin agua, solo con una represa– se sembraron los campos arruinados; florecieron las cosechas; se albergaron a miles de damnificados y luego se construyeron viviendas; se levantaron los bordos; se limpiaron los ríos y las represas azolvadas; no hubo apagones; no faltó la comida; se salvó el sistema financiero; se mantuvo la estabilidad monetaria y macroeconómica; se regresó puntualmente a las clases ya con las aulas, utilizadas de refugios, remozadas; se reestructuró COPECO, con las nuevas tecnologías de alertas tempranas, para prevención de futuras desgracias. -Y no solo eso –agrega Winston– y las históricas reformas institucionales operadas en todos los campos; la electrificación rural; la masiva dotación de tierras a las mujeres campesinas; las subvenciones a la caficultura y al sector agrícola en crisis; incentivos al sector empresarial; se dio empleo; el cumplimiento religioso del pago a maestros del Estatuto del Docente; el ambicioso PROHECO de la educación comunitaria; las Escuelas Saludables; la Merienda Escolar; las mejoras salariales a los soldados, policías, servidores públicos, enfermeras; los bonos a madres solteras y becas a la excelencia académica; el Hospital de Especialidades Pediátricas; el Museo Interactivo de Enseñanza. Todo ello, gracias a la unidad nacional, a la credibilidad interna y la que tuvo el país en el exterior. En fin, aparte de tantas otras cosas, salimos airosos del profundo abismo, con mayor esperanza y prometedor horizonte de oportunidad).

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