Oscar Estrada*
“El que controla el presente, controla el pasado;
y el que controla el pasado, controla el futuro.”
George Orwell
La vida es un cuento que nos contamos. Somos la memoria que atesoramos de nosotros mismos. Tanto en lo individual: ese recuerdo de un paseo por el sur, esa pelea con los padres, el día que nació nuestro primer hijo, la muerte de un ser querido; como en lo colectivo: el golpe de Estado de 2009, la narco-dictadura, la independencia y la huelga de 54. Pero contrario a lo que hemos creído, el pasado no está escrito en piedra.
La realidad que conocemos se fractura en múltiples versiones de sí misma, impulsada por ecosistemas mediáticos que no sólo interpretan los hechos, sino que los moldean activamente. Esta dinámica se hizo particularmente evidente durante las recientes elecciones en Estados Unidos, donde las campañas de Donald Trump y Kamala Harris no sólo competían por votos, sino por la legitimidad de sus propias versiones de la verdad.
La noción de los ecosistemas mediáticos se refiere a las redes de información, instituciones y plataformas que, mediante narrativas consistentes, crean marcos interpretativos de la realidad. En Estados Unidos, dos ecosistemas dominan la esfera pública: el progresista, que se sustenta en medios como CNN, The New York Times y redes sociales más liberales; y el conservador, liderado por Fox News, podcasts como el de Joe Rogan y plataformas descentralizadas como X, que amplifican mensajes de derecha.
Estos ecosistemas no son simples generadores de noticias; son arquitectos de realidades paralelas. Por ejemplo, la democracia, un concepto que se piensa universal, adquiere significados contradictorios según el ecosistema al que pertenecemos. En la narrativa progresista, Kamala Harris era una defensora de valores democráticos tradicionales, asociada con la inclusión, el respeto institucional y los derechos civiles. Su figura evocaba un llamado a preservar la estabilidad frente al caos de los años de Trump.
En contraste, el ecosistema conservador presentó a Trump como un reformador, un “agente de cambio” dispuesto a luchar contra la corrupción y los excesos del “establishment”. Para sus seguidores, Trump no representaba una amenaza a la democracia, sino un correctivo a sus desviaciones. Estos dos relatos no sólo dividieron al electorado; polarizaron la idea misma de qué significa la democracia y, por, sobre todo, define el futuro.
La polarización se extendió a eventos clave durante la campaña. Los comentarios en el evento de Trump sobre Puerto Rico y la isla de “basura”, en el Madison Square Garden, por ejemplo, fueron considerados por el ecosistema progresista como un punto de inflexión, una prueba irrefutable de su racismo y desprecio a los latinos. Sin embargo, en el ecosistema conservador, tales comentarios fueron ignorados o justificados como parte de un discurso “auténtico” y sin filtros que resonaba con sus valores. En el ecosistema de Trump esos comentarios fueron normalizados hace mucho tiempo, pero el ecosistema progresista no lo sabía.
Esto explica el desconcierto de muchos al ver que Trump ganara apoyo significativo, incluso en un contexto donde la mayoría de los votantes, un 65% del total de votantes creían que la democracia estaba amenazada. Cada ecosistema mediático construyó narrativas incompatibles sobre lo que estaba en juego, y el resultado fue una fractura social profunda, con ciudadanos habitando mundos conceptuales distintos.
El mayor desafío que enfrentará ahora el gobierno de Trump no será sólo gobernar, sino definir una versión oficial de la verdad que le permita consolidar su narrativa política. Para garantizarse el lugar que quiere en el futuro, Trump debe ganar la narrativa que explique el pasado. Este proceso requiere controlar los ecosistemas mediáticos, neutralizar la disidencia y reescribir los hechos para que se ajusten a sus objetivos.
La inclusión de figuras como Elon Musk, dueño de la plataforma de desinformación más grande del mundo y Stephen Miller, un defensor de teorías conspirativas como la del “gran reemplazo”, ilustra cómo el gobierno buscará institucionalizar el control de la narrativa. Estas figuras no sólo amplificarán los mensajes clave de la administración; deben además moldear la percepción pública, desdibujando la línea entre hechos y opiniones, entre realidad y ficción.
Un ejemplo claro de esta estrategia es el intento de redefinir los eventos del 6 de enero. En el ecosistema progresista, fue un ataque a la democracia liderado por extremistas. En el conservador, se presenta como una protesta legítima, e incluso, algo en lo que cree el nuevo fiscal General Matt Gaetz, como una conspiración organizada por Antifa. Trump no necesita demostrar objetivamente cuál versión es cierta; sólo necesita instalar su narrativa como la predominante.
El control de la narrativa no es una simple táctica política; es una herramienta de poder autocrático. Al dominar los ecosistemas mediáticos, Trump no sólo asegura su influencia sobre los votantes, sino que socava las bases mismas del debate democrático. En este contexto, la verdad ya no es un punto de partida común, sino un campo de batalla.
Si esta dinámica persiste, Estados Unidos podría enfrentarse a una fragmentación aún mayor, con instituciones democráticas debilitadas por la incapacidad de construir consensos básicos. La pregunta central no será qué es verdad, sino quién tiene el poder para definirla. En un mundo donde los ecosistemas mediáticos determinan nuestra percepción, entender esta lucha es crucial para enfrentar los desafíos del presente y del futuro.
*Óscar Estrada (San Pedro Sula, 1974) es escritor, guionista y periodista hondureño. Autor del libro Tierra de narcos, como las mafi as se apropiaron de Honduras publicado por Grijalbo en 2022.