Julio Raudales*
Y en medio de la esperpéntica diatriba política que día a día nos golpea en Facebook y Twitter.
Debajo de la parálisis legislativa que, de todos modos, mantiene sin trabajo a aquellos cuya labor en nada nos beneficiaría si se hiciera.
En el centro mismo del vacuo y cansino discurso pre y post golpista que la presidenta repite en las cadenas que el erario paga a canales y emisoras que ella misma deplora.
A expensas del humor negro con que los políticos profesionales de uno y otro lado nos torturan los oídos.
¡Llueve otra vez!
¡Alegres deberíamos estar! La lluvia tropical es un regalo de la providencia; un privilegio de la naturaleza que muy pocos en el mundo se dan el lujo de tener y, sobre todo, un enorme potencial para la prosperidad. ¿Por qué entonces nos hace tanto daño?
26 años se cumplieron el pasado 1 de noviembre, de la angustiosa pesadilla vivida por cientos de miles de familias asoladas por la catástrofe del Mitch. Apenas 4 años del estropicio ocasionado por las dos tormentas tropicales que acompañaron el año de la pandemia.
¿Qué aprendimos?
Siempre, sin excepción, autoridades, sociedad civil, cooperantes prometen que las cosas cambiarán, que se trabajará en medidas que prevengan que sigamos corriendo la misma suerte año tras año. Pero todo queda en palabras, promesas y propósitos sin acción. La gente que vive en zonas de riesgo sufre recurrentemente sin hallar solución.
Es de todos conocido que vivimos en una de las zonas del planeta con mayor incidencia de tormentas en esta época del año, pero la misma suerte corren países cercanos como Cuba, Jamaica, Costa Rica y Panamá. ¿Por qué será que para ellos el drama no es tan terrible como aquí?
En esta ocasión, más que en otras, queda claro que no se trata de la intensidad del viento y las lluvias, ni siquiera del tipo de medidas que en la urgencia se tomen.
Honduras es ambientalmente vulnerable debido principalmente a la arraigada costumbre que tenemos de no cuidar nuestro territorio.
Cuando en 1998 la más terrible tormenta tropical que se recuerda asoló nuestro país, los cooperantes se unieron de manera solidaria, quizás debido a lo sensible que el mundo se puso al final del siglo o tal vez porque en pocas ocasiones se había grabado en imágenes un desastre así.
El caso es que el BID y más de 40 países y organismos de desarrollo tendieron su mano a Honduras. Se escribió un plan para la reconstrucción, pero sobre todo la transformación del país. “Un renacer para Honduras” en boca del presidente de entonces, para generar el cambio estructural que no se dio.
Como el principio fundamental de la llamada “Declaración de Estocolmo para la reconstrucción de Centroamérica” era reducir la vulnerabilidad social y ambiental de nuestros países, en Honduras nos apresuramos a declarar “áreas protegidas” por doquier.
Mas de 130 regiones de bosque, selva tropical o jungla húmeda cuentan con un régimen especial de administración para el cuidado del ambiente. La cuarta parte de nuestro territorio ha sido declarada “intocable” y se planea que, de ella, salgan las fuentes de agua que faciliten los sembradíos, generen la energía y, sobre todo, resguarden al territorio para evitar desastres cuando las tormentas caigan.
Nada de eso sucede. En 26 años, apenas un poco más de 30 de estas áreas protegidas cuenta con un plan de manejo y menos de 10 de estos planes poseen un presupuesto que es financiado principalmente por fundaciones privadas, organismos internacionales y muy marginalmente con el erario.
Pero cancillería corrió el viernes pasado a reunir al G-16 (Los cooperantes internacionales) y extender la mano para pedir dinero. El esfuerzo que no quiere hacer el Gobierno pretende que sea realizado por aquellos que poco o nada tienen que ver. ¡Que vergüenza!
¿Cuándo aprenderemos que nadie hará por los hondureños lo que no seamos capaces de hacer por nosotros mismos?
Y mientras tanto la lluvia seguirá siendo la maldición que no debería.
*Rector de la Universidad José Cecilio del Valle.