DE lecturas anteriores, quedaron pendientes algunas divagaciones sobre consultas realizadas: ¿El alma y el espíritu –mensaje de un acucioso lector– son términos equivalentes como suele usarse en forma indiscriminada? No exactamente. La diferencia entre alma y espíritu ha sido interpretada de diversas maneras a lo largo de la historia, dependiendo de contextos religiosos, filosóficos y culturales. “El alma (ánima), tradicionalmente se refiere a la esencia individual que define quiénes somos”. “Es lo que nos da vida, identidad, emociones, voluntad y conciencia”. “En muchas tradiciones, se cree que el alma es inmortal y que trasciende la muerte física del cuerpo”. “En varias religiones, el alma está más conectada con la personalidad y la experiencia –el “yo” profundo responsable del aprendizaje, las decisiones morales, el crecimiento espiritual– del ser humano”.
Se entiende por espíritu a la “chispa vital o el principio de vida” que anima al ser humano. Sería –a la luz de otras consideraciones– “el vínculo (más impersonal que el alma) que conecta a las personas con lo divino o lo trascendental”. Se asocia –en los ámbitos religioso y filosófico– con “la dimensión externa de la vida, lo que conecta al ser humano con Dios); una realidad superior y por lo tanto lo que regresa a una fuente divina después de la muerte”. Diversas creencias profesan “la inmortalidad del espíritu”. Digamos, en el cristianismo, “el polvo vuelve a la tierra, como era, y el espíritu vuelve a Dios que lo dio”. Tras la muerte física, “el alma se separa del cuerpo y es llevada a juicio, dependiendo de la vida moral, el alma va al cielo, al infierno, o al purgatorio”. En la mayoría de las interpretaciones cristianas “el alma va al cielo” o “sigue existiendo en presencia de Dios”, mientras que el espíritu es considerado “la fuerza vital dada por Dios”. (Fin de las citas). Ahora otro concepto relacionado con la inmortalidad. Escritores, filósofos y poetas han concebido la idea que la memoria es un medio para inmortalizar experiencias efímeras. Jorge Luis Borges explora “la naturaleza de la memoria y el tiempo, sugiriendo que los recuerdos pueden tener una calidad de eternidad que trasciende el tiempo lineal”. En su poesía, William Wordsworth habla de “la memoria como una fuente de consuelo y de renovación espiritual, donde los recuerdos del pasado mantienen su belleza y significado”. Marcel Proust, «En busca del tiempo perdido», imagina cómo “los recuerdos y la memoria pueden traer de vuelta momentos pasados de forma tan vivificante que rozan la inmortalidad”. John Keats –en «Oda a una urna griega»– reflexiona sobre cómo las obras de arte (y por extensión, los recuerdos) pueden capturar y preservar momentos de belleza eterna, incluso cuando la realidad es transitoria”.
(Ya que a vos te da de poeta –entra el Sisimite– ¿qué versos te aprendiste del poder de la memoria para inmortalizar los recuerdos? -Digamos este –recita Winston– de Jorge Luis Borges: “Solo una cosa no hay. Es el olvido./ Dios, que salva el metal, salva la escoria/ y cifra en Su profética memoria/ las lunas que serán y las que han sido”. -Pues te luciste –el Sisimite escuchando con atención– con esas líneas de Jorge Francisco Isidoro Luis. Solo que no fue bautizado con el Luis, pese a que, desde sus tempranos días, respondía a Jorge Luis, el nombre por el que todos lo llamaban. -Buena memoria la tuya –suspira Winston– no todos sabían que el Luis fue nombre agregado posteriormente. Pero regresando al verso, en esta estrofa, el poeta expresa cómo la memoria de Dios (o en otras palabras, en un sentido eterno) todo permanece. Ya sea lo grandioso como lo irrelevante, sin riesgo de ser olvidado. Se refiere a la inmortalidad ligada a los recuerdos –rescatados por la memoria– que perduran más allá del tiempo).