Miguel-Ángel Zapata, poeta y ensayista peruano, ejerce de catedrático de literatura latinoamericana en Hofstra University, Nueva York. Ha publicado recientemente: El florero amenaza con hablar (Máquina Purísima, 2024), Usted no sabe cuánto pesa un corazón solitario. Ensayos sobre poesía (Universidad Ricardo Palma, 2023), Trilce. Ensayos (Universidad de Querétaro/Ed. El Tucán de Virginia, 2023), La iguana de Casandra. Poesía selecta (Fondo de Cultura Económica, 2021), Cancha de arcilla. Poemas en prosa (Fundación Miguel Hernández 2020- Summa 2021), Un árbol cruza la ciudad (Lima, 2019), y Ya va a venir el día. César Vallejo. Poesía selecta (Málaga: Poéticas Ediciones, 2021). Es Premio Latino de Literatura 2011, y Premio Nacional Enrique Anderson Imbert 2023, otorgado por la Academia Norteamericana de la Lengua Española, donde es miembro de número. Es director fundador de Códice- Revista de Poesía (Lima-Nueva York).
Entrevista de Sol Pozzi-Escot
En el prefacio de «Cancha de arcilla», María Ángeles Pérez López dice: «este libro es una celebración de la vida». ¿Cree usted que toda poesía es una celebración de vida?
-Inclusive la poesía aturdida por el dolor es una celebración de la vida. Ahí están Osip Maldestam, Ana Ajmátova, Paul Celan o César Vallejo. Es simplemente otra manera de celebrarla. No toda celebración llega con una falsa sonrisa. El dolor, el amor, o la aparente felicidad es parte del tránsito fugaz que nuestra existencia. Se ha dicho ya que si no hemos conocido el dolor no podremos descubrir la ansiada felicidad. La poesía va en ese camino, el ese desasosiego. En mi caso, de una manera natural, la poesía se adhiere a esa búsqueda de equilibrio, de que el sol es maravilloso como un manantial, o el mar o un árbol que sabe decir algo sobre el tiempo sin pronunciar una palabra.
-¿Qué concepción tiene usted del mal?
-El mal es hacer lo contrario a lo que te dicte tu buen corazón. El corazón siempre tiene la razón. El mal es esa piedra enorme que encuentras en el camino, y que te la ha puesto un ser humano para que te caigas. Hay que evitar las piedras. A veces quisiera pensar como Leibniz que dice que el bien es más abundante que el mal, porque vivimos en el mejor de los mundos. Pero el mal está ahí con el veneno del egoísmo, la tradición, la envidia y el rencor. El mal no te deja escribir bien. Por eso, es mejor abrir las ventanas de par en par, y escribir sin religión, siempre escuchando la canción de tu buen corazón. Parafraseando lo contrario del Paraíso perdido de John Milton, diría: es mejor reinar en paz en la tierra que servir en el infierno. El infierno es un símbolo, es vivir sin flores en tu mesa de trabajo.
Arvo Pärt
(primera)
No sé qué decir.
El florero amenaza con hablar.
Los girasoles sonrojan la voz de la luna.
Se detiene el mundo en un coro desafinado.
Ya no sabemos qué instrumentos tocar.
El piano revienta la casa: cada tecla es una palabra.
Arvo ha llegado con un bastón
apuntando el corazón de la puerta.
El piano se rebela contra sílabas insolentes.
Pausa para la resurrección del poema.
Mi hija es un árbol de flores
(para Analí, in memoriam)
Digo cielo y escribo cielo en el cielo.
Es otoño dicen los árboles.
Mi hija es ya un cielo.
Una lágrima en el bosque, el corazón
sonando como un volcán.
Cae la lluvia y la luz forzada escribe
su pesar. Es otoño y siento un árbol
en el corazón. Mi hija ha muerto y es un
árbol de flores, un leve pensamiento del espíritu.
Los árboles repiten en coro que es otoño.
Mi hija ya no dibuja rostros en la sombra, y no
sonríe con los geranios marchitados.
El imperio de las cenizas jamás hundirá su gloria
La ventana
Voy a construir una ventana en medio de la calle para no sentirme solo. Plantaré un árbol en medio de la calle, y crecerá ante el asombro de los paseantes: criaré pájaros que nunca volarán a otros árboles, y se quedarán a cantar ahí en medio del ruido y la indiferencia. Crecerá un océano en la ventana. Pero esta vez no me aburriré de sus mares, y las gaviotas volverán a volar en círculos sobre mi cabeza. Habrá una cama y un sofá debajo de los árboles para que descanse la lumbre de sus olas.
Voy a construir una ventana en medio de la calle para no sentirme solo. Así podré ver el cielo y la gente que pasa sin hablarme, y aquellos buitres de la muerte que vuelan sin poder sacarme el corazón. Esta ventana alumbrará mi soledad. Podría inclusive abrir otra en medio del mar, y solo vería el horizonte como una luciérnaga con sus alas de cristal. El mundo quedaría lejos al otro lado de la arena, allá donde vive la soledad y la memoria. De cualquier manera es inevitable que construya una ventana, y sobre todo ahora que ya no escribo ni salgo a caminar como antes bajo los pinos del desierto, aun cuando este día parece propicio para descubrir los terrenos insondables.
Voy a construir una ventana en medio de la calle. Vaya absurdo, me dirán, una ventana para que la gente pase y te mire como si fueras un demente que quiere ver el cielo y una vela encendida detrás de la cortina. Baudelaire tenía razón: el que mira desde afuera a través de una ventana abierta no ve tanto como el que mira una ventana cerrada. Por eso he cerrado mis ventanas y he salido a la calle corriendo para no verme alumbrado por la sombra.