EL anciano de cabello plateado, arrullando a sus nietos deseosos de saber el paradero incierto de su papá, sentado en la poltrona dormilona, en alguno de los rincones de la casa, a la orilla de un ventanal, con las persianas semi abiertas para ventilar el cálido aposento con los aires frescos de la noche, inicia su historia: Era todavía oscuro. Las crestas de los empinados cerros, arrumados en los confines del lejano horizonte, aún no se bañaban del destello prodigioso de la luz del sol naciente de la mañana, anunciando la nítida claridad de la madrugada. La única evidencia de vida nocturna en los campos, era el disonante arpegio de los grillos que, con sus agudos sonidos rítmicos, al frotar sus élitros, en discordante textura, interpretaban la musical partitura de la estridulación. Y quizás, con algún esfuerzo, agudizando la membrana receptora del oído, se escuchaba el acompasado silbido de los chiflones noctámbulos chollando la urdimbre silvestre de ramales secos y meciendo la racimosa inflorescencia de las espigas.
Casi no me percato que ya estuviese despierto. Sus silentes pasos de algodón, caminando descalzo todavía, sobre el piso de arcilla suelta de su apretada habitación en la vieja casita de adobe, cuidándose de soltar cualquier ínfimo ruido, perturbador del sueño, que fuera a delatar sus intenciones, no fue suficiente precaución para no ser descubierto por alguien que a horas mucho antes de caer el alba, ya espabilado, ronda los familiares recovecos de la humilde propiedad, con los ojos bien abiertos. -¿A dónde vas mijito? –lo sorprendí diciéndole– cuando metía la totalidad de sus flacas pertenencias en una bolsa floja de manta gruesa donde le cabía la vida. –¡Huy apá! –exclamó, dando un brinco, asustado– instantáneamente volteando la mirada hacia la entrada; unas tablas desajustadas, embijadas de cal ceniza, que le servían de puerta al cuarto. -Me voy –respondió con tono resignado y el semblante desencajado de una cara triste– en busca de futuro. Aquí, por más sudor con que se rieguen los riesgosos surcos de la labranza, y por más fe con que se abone la tierra marchita, no se cultiva promesa alguna, más que la esperanza puesta en la misericordia de Dios, que el año siguiente será menos malo que el anterior. (No hubo palabra, salida de la atragantada garganta del anciano, que pudiese convencerlo). –“Cuide de mi amá bendita, de mi abnegada esposa, de mis adorados hijos y de mis hermanos”, imploró con lágrimas de dolor amargo, rodando de sus ojos húmedos por las mejillas de su impotente rostro. “Si me va bien –prosiguió con la voz entrecortada ya casi imperceptible– a la vuelta de la esquina los mando a traer para que estemos juntos”. “Ya voy tarde –dijo– me esperan mis compañeros peregrinos de la caravana; unos que llevan meses buscando sustento digno y no hay empleos, ni por hora, ni por día, ni siquiera trabajo por comida, por ningún lado; otros que prefieren no agarrar por los atajos prohibidos y terminar enredados en las maras de sus barrios; y alguna que otra alma desahuciada, temerosa de ir a empeñar la vida, si es que es vida lo que queda, víctima de las crueles garras de la violencia”. Nada más qué decir. Un silencio sepulcral, apagando todo riesgo de reflexión, fue el único testigo del apretado abrazo de despedida.
(Contame –tercia el Sisimite– ¿y qué fin tuvo? -Pues –suspira Winston– según escuchamos del anciano la otra parte del cuento migratorio, fue una periplo accidentado, largo y hostil. Las primeras caravanas en tránsito, si te acordás, fueron recibidas con muestras de solidaridad por los mexicanos. Pero a medida que las autoridades dieron la espalda a su política de hermandad y respeto a los derechos humanos, les echaron encima la guardia nacional a los migrantes, para atajarlos. Se supo que el muchacho recorrió a pie, kilómetros y kilómetros. Por inhóspitos caminos de espinas desafiando recurrentes peligros; sufrió, sin un bocado de comida, ni probar un sorbo de agua, los calores abrazadores de un desierto despiadado, que consume el cuerpo y el espíritu; atravesó ríos furiosos, en oración silenciosa, pidiendo ayuda divina: fuerza suficiente para no flaquear y continuar. Con sus compañeros de viaje, compartieron miradas de aliento y de miedo, de angustia y de esperanza. Pero en su mente, como último refugio cuando todo parecía perdido, la sola presencia del rostro de los suyos, que quedaron atrás, fueron inspiración dichosa de constante estímulo y bálsamo de ánimo. La frontera, cual ilusorio espejismo, se sentía a veces cerca, a veces inalcanzable. -¿Ajá –se desespera el Sisimite– y qué hubo al final? -Varios de sus amigos –prosigue Winston– no alcanzaron el destino. Él, de un calvario que pareció eterno –milagro de la Providencia– pudo finalmente cruzar el umbral. Religiosamente llegan las remesas, ya que pudo conseguir un buen trabajo).