EXISTEN distintas maneras de medir o proyectar la riqueza o pobreza de una sociedad, incluyendo sus recursos hídricos, que conectan en forma directa con las actividades agropecuarias y con otras fuerzas motrices. Honduras, hace unos cincuenta años aproximados era un país muy rico en recursos hídricos, lo cual se fue perdiendo por causa de la intensa deforestación de los bosques, la destrucción de los humedales, los incendios forestales y el indiscutible cambio climático.
Los ríos más o menos caudalosos de otros tiempos (o por lo menos correntosos) hoy parecen quebradas. E incluso algunos han desaparecido. El viajero los observa en cualquier carretera que atraviese los cuatro costados del territorio nacional. El maravilloso río Guayape da tristeza mirarlo en las estaciones secas. El río que bordea la ciudad de Catacamas ha desaparecido para siempre. Y el río Talgua que bordea la Universidad Nacional de Agricultura (UNAG) semeja una pobre quebrada. Inclusive el río Chamelecón, en la zona noroccidental del país, hay temporadas breves en que se adelgaza de manera peligrosa.
Todo se transforma, sin embargo, cuando se presentan las recurrentes tormentas tropicales que hacen brotar ríos y riachuelos incluso donde nunca antes existieron, por aquello de la depredación de bosques que antes mencionamos y por causa de la saturación de los suelos incapaces de absorber toda el agua que inunda a las campiñas catrachas y, parejamente, a las ciudades con pésimos drenajes. Pero hay que evitar las exageraciones locales, pues incluso hoy en día hasta las ciudades europeas y estadounidenses son inundadas con los aguaceros torrenciales, en este caso por los trastornos climáticos.
Pero volviendo a la idea original, Honduras ha contado en el pasado reciente con una riqueza hídrica de primer orden. En esto presuponemos la enormidad de los mares, en donde nunca se ha intentado montar procesos fabriles de desalinización del agua. Es más, nunca hemos observado molinos de viento, o movidos con fuerza hidráulica, con el objeto de descascarar y ennoblecer el trigo, el maíz y el arroz. Esto significa que nuestra tecnología hondureña se encuentra todavía, en algunos de sus factores, por debajo de la “Edad Media” europea, en donde comenzaron a aparecer molinos hidráulicos (y de viento) para diversas actividades domésticas y comunitarias. Claro, ahora se observan los molinos de viento en Cerro de Hule que han sido montados con el fin de producir energía eléctrica, lo cual es positivo desde el punto de vista de los recursos renovables.
Cualquier riachuelo correntoso, en cualquier parte de Honduras, se hubiese podido utilizar para moler trigo y luego fabricar pan. Decimos esto porque en el periodo colonial hondureño se cultivaba trigo en aceptables cantidades. Una práctica agrícola intensa que desapareció por motivos inexplicables, o quizás por la fuerte presencia del maíz, que también es una gramínea riquísima en diversos subrenglones productivos. Ojalá que nunca destruyamos la producción de maíz blanco que es fuente nutricia de nuestra población.
El paisaje hondureño se hubiese hermoseado hace varios siglos, inclusive en la época republicana, con molinos hidráulicos por todos los rumbos del país, y con pequeñas represas hidroeléctricas a fin de abastecer las necesidades básicas de cada microcuenca o localidad. Cada vez que llueve sobre nuestro territorio observamos cómo se pierden cantidades inmensas de agua dulce, inclusive aquí cerca en el valle de Amarateca, por carecer de los simples recolectores que ya utilizaban los mayas del periodo posclásico de Yucatán.