Manuel de Adalid y Gamero, el más representativo de los músicos hondureños por su capacidad académica, adquirida en el Conservatorio Nacional de Guatemala y la universidad del mismo país, en donde cursó además de sus estudios de ingeniería civil, las clases de piano, órgano, teoría, contrapunto, composición e instrumentación.
Estudioso infatigable, destacó en sus múltiples actividades de escritor músico y compositor, fue director de la Banda de los Supremos Poderes, organizó una escuela de músicos mayores, dirigió varios órganos publicitarios y en su calidad de ingeniero fue director del ferrocarril de la costa norte. Fue organista titular de algunas iglesias de Guatemala y Honduras, inventó un instrumento de teclado que denominó Orquestrófono, por imitar en parte varios instrumentos de orquesta. Vivió algunos años en los Estados Unidos, en donde estrenó varias de sus obras; de estas son notables: “Canto a Honduras”, “Remembranzas Hondureñas”, “Los Héroes”, “Voces de la Tarde”, “Suite Tropical” y “La Muerte del Bardo”.
Por Virgilio Zelaya Rubí
(Trabajo leído en la sesión solemne en honor a él.)
La tarde plácida del sábado 29 de marzo del año que corre (1947) declinó la vida de don Manuel de Adalid y Gamero, a la edad de 75 años. Había vivido en intensidad de emoción y saboreado, a la vez que las mieles de la dicha, el acíbar de muchas decepciones.
Fue siempre una energía saturada de calorías y, pocos días antes de morir, se le oía decir con resignación que le abrumaba tanta superabundancia de vida. Acostumbrado a una existencia dedicada a los vuelos del espíritu, sobrellevaba sin quejarse el peso de su molesta y prolongada enfermedad.
La muerte de este hombre excepcional conmovió no sólo el alma de quienes le tuvieron de pariente y amigo, sino el sentimiento común de la patria y de las instituciones en que dejó la simiente de su enseñanza. Se le conoce más en Honduras como compositor, aunque por extraña ironía la mayor parte de su obra no ha tenido divulgación, debido indudablemente a que el género que el cultivara no está al alcance de nuestra exigua cultura musical. Pero tiene Adalid y Gamero tanto material humano de prestancia que bien se podría afirmar que su grandeza como compositor corre pareja con la que alcanzara en otras disciplinas del intelecto.
Discúlpese a mi atrevimiento si al evocar la memoria del Maestro – de puntillas y con el espíritu en suspensa devoción – mi palabra párvula no le rinde el homenaje que sus méritos han menester.
Conocí a don Manuel de Adalid y Gamero hace poco más o menos cuatro años, cuando ya había dado de su rico venero intelectual numerosa obra al diario LA ÉPOCA, en cuyas oficinas de redacción cultivé con viva admiración su aleccionadora amistad. En cuatro años de trato en la oficina de un diario, que tan escasos paréntesis de intercambio emocional permite, no se puede llegar a poseer un criterio exacto sobre la personalidad intrínseca de un hombre como de Adalid y Gamero, polifacético y desconcertante en sus manifestaciones, máxime que tenía por particularidad invulnerable no hablar nunca de sí mismo. Sin embargo, persona que poco se cuidaba de agradar o desagradar, ofrecía a la observación psicológica aristas que le han hecho perdurable en mi memoria.
Escéptico quizá por lo mucho que el mundo le enseñó, de Adalid y Gamero fué un crítico difícil de convencer, y fuerte y a veces inclemente, pero con la dureza de la convicción y no con la dureza que emana del egoísmo, porque, precisamente, padecía de lo que se ha dado en llamar la locura de querer mejorar el mundo. Sus artículos sobre aspectos sociales le revelan como un escritor que, olvidándose de sí y sin ambición de renombre, se entrega a la búsqueda de mejores condiciones para sus semejantes, aferrado a la realidad del ambiente y sin incurrir en divagaciones sobre doctrinas exóticas. Y si demolió con la catapulta de su verbo muchas lacras y vicios y prejuicios, también señaló la piedra en que debería asentarse la rectificación. Más de uno mal interpretó al Maestro, acaso llevado por ese violento consejero que es el amor propio. Mas de uno le llamo ególatra. Yo bien se que nunca quiso, a través de su opinión, ni ridiculizar con la sátira para cobrar tamaño desmereciendo a otros, ni menospreciar el intento ajeno.
No tenía necesidad de ello, ni cupo otra intención en su crítica que provocar en el criticado el deseo de superación. En esto se diferencia del gran humorista inglés George Bernard Shaw, con quien sin pecar de exagerado se le puede encontrar muchas particularidades confluentes. Shaw se divertía al demoler a quienes le salían al paso a disputarle el primer puesto. Y de Adalid y Gamero ni siquiera vió como beligerantes a aquellos que, en una u otra materia, se dedicaban a sus mismos cultivos. También se ha dicho que blasonaba de noble alcurnia. En esto, creo que también difiere Bernard Shaw, a quien se le atribuye haber pretendido ser descendiente de Shaig, hijo de Macduff, Conde de Fife, que dio bofetadas a Macbeth.
No considero atinadas estas especulaciones en torno a don Manuel. Lo cierto es que, como el ilustre irlandés, de Adalid y Gamero sí merece el título más elevado de la verdadera aristocracia, la aristocracia intelectual, que es decir mucho en un medio como el nuestro, donde si bien hay muchos de méritos firmes, así también abundan los falsos, los presuntuosos y los mediocres. Su categoría de hijo preclaro de Honduras jamás podrá ser discutida.
Gloria de la patria es don Manuel de Adalid y Gamero. En el terreno literario -donde yo le conocí más -merece el respeto de cuantos aquí agitan la pluma como antorcha. Por su memoria, los colegas del pensamiento escrito bien podrían grabar este epitafio: “Aquí yace un hombre de letras que odiaba la crueldad, la injusticia y el mal gusto”, y que nunca dejo de combatirlas por conveniencia de todos.
Nada místico fué de Adalid y Gamero y, por el contrario, un artista que gustaba de lo mundano. En su obra literaria, como en la musical, nada advertimos que haga pensar en inclinaciones esotéricas y sí sabemos que escribió en el pentagrama composiciones esencialmente opuestas.
Y, por otra parte, sus picarescos cuentos sobre las aventuras de Ricardito el Músico, tenidos por algunos como una autobiografía, destilan una sexualidad apasionada que movió a santiguarse a más de una beata lectora y a cubrirse de cómplices rubores a más de una quinceañera. Presenta de Adalid y Gamero con hondo realismo a su personaje Ricardito, como temor de casadas, doncellas y de cuanta maritornes o aldeana caía al alcance de sus ojos; pero el sensualismo de Ricardito no está exento de cierta manifestación poética que le hace deseable a quienes requiebra de amores.
Recuerdo que, una vez interrumpida la publicación de estos cuentos, en tono de broma dije al autor que yo suponía que la ausencia de Ricardito de las páginas de LA ÉPOCA se debía a que se hallaba peleando en los frentes de Europa. A lo cual de Adalid y Gamero, con sonrisa en que jugueteaba la malicia, aclaró que el célebre Ricardito no andaba peleando, sino que se hallaba en el frente doméstico de Alemania, sumamente ocupado, debido a que la mayor parte de los tudescos habían sido llamados a las armas.
Por sus mordaces chistes a costa de los curas, se decía de don Manuel que era ateo y hasta que había sido excomulgado. Nada sé de la excomunión, pero no creo que haya sido ateo. El hecho de censurar a Ministros del Señor, no implica que no creyera en Dios. Una vez indagué con él sobre este particular y me dejó ver que estaban errados quienes le consideraban ateo. Y se complacía en decir que si ATEO significa SIN DIOS, él iba más lejos que sus deturpadores, puesto que era PANTEÍSTA. Como observador fino y de experiencia, tal vez de Adalid y Camero había hecho acopio de razones en cuanto a su aversión a los curas, abonadas con su ocupación de organista desde 1893 hasta 1900, en la Iglesia de los Capuchinos de Guatemala y en la Iglesia Parroquial de su pueblo natal, Danlí. En algunas ocasiones, me parece que don Manuel exageraba en aras del buen humor, porque no se puede aplicar el mismo rasero a todos, por los deslices o pecadillos de unos pocos que, no obstante vivir en comunión con la perfección divina, caen en la tentación que alienta en la imperfecta naturaleza humana.
Fue don Manuel de Adalid y Gamero un erudito y un escritor de Ja mayor pulcritud en la expresión y conciso en el motivo. En La ÉPOCA le tuvimos como una fuente de consulta. Hablaba con propiedad sobre cualquier tópico, sin alardes de domine, porque siempre fué humilde. Traducía varios idiomas y gustaba en los demás la aplicación correcta de cada vocablo. Como conversador, difícilmente se encuentra en Honduras quien le iguale; su castiza pronunciación, su claro poder deductivo, sus conocimientos de diversas ciencias y artes, el acervo recogido en los viajes y su personalísima simpatía, concurrían a hacerlo grato en cualquier reunión. Era una enciclopedia de chistes y una memoria fiel para los versos. Prefería a los poetas clásicos y se quejaba de los vanguardistas. Gustaba mucho de recitar los sonetos de Stacatti, tanto en italiano como en la lengua de Castilla.
He dicho antes que de Adalid y Gamero explotó en sus cuentos el amor carnal y que se pudo creer que en ello dejó mucho de su experiencia. Puede ser que se le haya criticado por eso en los corrillos o en los secreteos familiares, ya que no es posible desarraigar de la noche a la mañana los prejuicios ancestrales y que todo lector interprete el arte por el arte. Pues no sólo lo que se hace realidad en los propios sentidos o, mejor dicho, en la propia carne, motiva: toda producción literaria, sino que es la imaginación la que juega principal papel para interesar más el ánimo del lector. La Venus de Milo que pudiera definir un albañil cualquiera, nunca será la misma que define ese conductor de la fantasía que es el artista; así como peca de grosero y de prosaico aquel que en el placer sexual no ve más que la satisfacción de un apetito animal y no logra interesar su imaginación sobre el concepto belleza. Búsquese no más el arte en los cuadros que la pluma de Adalid y Gamero exponía, y desaparecerá toda sensación de vulgaridad. Como Chateaubriand, bien pudo él escribir en sus memorias: «Yo me construía una mujer con todas las mujeres que había visto: tenía el cuerpo, los cabellos y la sonrisa de la extranjera que me estrechaba contra su seno; dábale los ojos de tal muchacha de la aldea, y la frescura de tal otra. Los retratos de las grandes damas del tiempo de Francisco I y Enrique IV y de Luis XIV, que ornamentan el salón, habíanme provisto de otros rasgos y había robado gracias a los cuadros de las Vírgenes, colgados en las Iglesias.”
Este recurso de imaginación es natural en todo verdadero artista. Quítesele a los cuentos de don Manuel, aunque frecuentemente llegara a lo atrevido, y la obra estará muerta.
Tres objetos supe yo que motivaban la satisfacción de don Manuel de Adalid y Gamero: su biblioteca de autores musicales, su máquina de escribir de complicadísimo funcionamiento y su orquestrófono, instrumento que él concibiera y mandara a construir al exterior para reproducir las voces y los timbres de los diferentes instrumentos de la orquesta.
Tres objetos supe yo que motivaban la satisfacción de don Manuel de Adalid y Gamero: su biblioteca de autores musicales, su máquina de escribir de complicadísimo funcionamiento y su orquestrófono, instrumento que él concibiera y mandara a construir al exterior para reproducir las voces y los timbres de los diferentes instrumentos de la orquesta.
No puedo olvidar las agradables sesiones musicales de don Manuel con su orquestrófono. Presidía él, con un auditorio constituido por mi. Obras de los inmortales clásicos fluían del teclado blanco y negro, al leve roce que le comunicaban aquellas manos largas y delgadas, en que la avanzada edad manifestaba sus temblores, así como los evocadores valses de Waldteufel y Johan Strauss. Siempre insistí en que el maestro, que tantas joyas musicales legó, ejecutara una siquiera de ellas, y la respuesta siempre fué: que no valían la pena. Aquel gran artista, reconocido dentro y fuera del país, jamás se envaneció. Le arrancó merecidos lauros a la fama y nunca dejó de considerarse en deuda con ella.