APENAS era divisable la silueta ambigua que a lo lejos parecía deambular con rumbo incierto, pero los niños juguetones, interrumpieron ipso facto sus distracciones vespertinas. “Es el anciano de los cuentos” –se les oyó decir al unísono. A medida que fueron afinando la mirada imprecisa, lo vieron, paso a paso, acercarse con su andar parsimonioso pero inalterable, apoyándose ligeramente en un sinuoso bastón de palo de guayabo, la empuñadura desgastada por la fricción obstinada de las manos. Si bien, su frágil figura no ocultaba la severa fatiga de los años, su porte seguía siendo digno, erguido, como el roble viejo y fuerte que, aun sacudido por la inclemente vorágine de los tiempos, permanece en pie, sólido, resistente, inquebrantable. Vestía ropa sencilla pero pulcra, una chaqueta floja desabrochada, un colorido pañuelo, quizás de lino, asomando disimulado de la bolsa a la altura de su pecho.
Las frescas temperaturas, más frías a medida que, descendiendo de la montaña, soplaban los gélidos aires invernales del atardecer, le exigían salir bien abrigado. Abotonado, sobre una camisa de franela, lucía su distintivo chaleco bordado, ceñido a la cintura, sin duda tejido por hábiles manos cariñosas que, junto a un reloj mecánico saboneta de cuerda, con cadena, cuidadosamente empotrado en uno de los bolsillos, le daban un toque refinado, revelador de su atención al detalle, gracias a una extraordinaria memoria que, por regalo de Dios, no se había marchitado. Unos pantalones flojos, de paletones, con quiebres en la cintura, ajustados por una correa de cuero con una emblemática hebilla personalizada, le bailaban sobre las canillas flacas, como tela de banderas flameando agitadas, alborotados por la ventisca. “Cuéntenos –corrieron los niños a rodear al anciano– ¿usted alguna vez se encontró al Sisimite? El ancianito, apoyándose en cuclillas –visibles los calcetines floreados caídos de los calcañales– indicándoles acomodarse en el piso polvoriento, hizo a los inquisidores un ligero ademán con una de sus manos nudosas, reliquias de la tierra arada, de los libros acariciados, de los hijos y nietos que arrulló –en noches de desvelo insomne, alumbrados por la rutilante luz de unos leños encendidos, o despiertos a tempranas horas de la alborada por el mañanero fulgor de los primeros rayos del sol– contándoles historias. Ansiosos de conocer los esotéricos arcanos de la tradición oral, con hipnótica reverencia, abrieron las puertas de vaivén de su inocente imaginación a cada pausada palabra de aquella impertérrita voz ya tan familiar, pavonada de herrumbrosa sabiduría ancestral:
“Rozando con sus afilados picos –inicia el anciano su apólogo– un manto de nubes posadas debajo de los cielos infinitos, una cadena montañosa de la encumbrada serranía hondureña, da fe cierta de su existencia. Allí una vez lo vi, valiéndose de la maleza, los zarzales, la hojarasca; guarecido detrás del corpulento grosor de los árboles, a prudente distancia, para que yo no lo viera. Lo que viste –me aseguró uno de los viejos moradores de un poblado cercano– cuando le hablé de un algo que parecía ser un gigantesco simio, con facciones humanoides, de cuerpo colosal y de pelaje oscuro, parado sobre semejantes pies, es esa mitológica criatura de la leyenda antigua, tocado por el dios Chaac, la deidad de la lluvia de los Mayas. A quienes dudan, que expliquen entonces, ¿de dónde salieron y cómo fue que quedaron marcadas las enormes manos grabadas como fosilizadas huellas en las paredes calizas de las cuervas? “Es la señal de Chaac”, –eso escucharon decir los ancestros abuelos– “es su huella, como el pacto que se respeta, que no ocupa de papeles escritos, que se cumple con el solo estrechar de las manos, como eterno compromiso con el guardián de la riqueza natural terrenal, para que ni la tormenta ni el rayo dañen lo nacido ni lo que aún está por nacer”. Así consta en el asiento de la partida de nacimiento del Sisimite, el protector feroz de los prolíficos bosques, guardián de los montes y centinela de la fecunda naturaleza, que no permite que la mano asoladora del hombre profane los sagrados rincones de su hábitat. (¿Escuchas te –tercia el Sisimite– mi autobiografía? -Por supuesto –interviene Winston– voy a ir a buscar al viejo para que cuente la mía).