ESTA vez el anciano de aire cansino –pero todavía su semblante despierto, de ojos expresivos, testigos de tantísimas historias, su ascético rostro de juiciosa mirada, labrado por surcos inescrutables de las penas y glorias de sus largos años vividos; su dócil cabello argentado, como el plateado albedo de la luna– leía, reposando su fatigada espalda, en el grueso tronco de un roble antiguo, bajo la sombra acogedora de sus desplegadas ramas, oculto en un claro de la espesa arboleda. Su voz, suave como el murmullo del viento arrullador del atardecer, era elíxir tonificante a los sensibles sentidos de los niños que llegaban, ansiosos de escuchar los fascinantes relatos que solo él sabía contar. Cada palabra suya, barajada entre el perfume a tierra húmeda y el aroma a hojas secas del ambiente acogedor, abría los oscilantes postigos de sus mentes, irrigando su imaginación de exquisitos misterios que gravitaban entre orlas de un mundo de realidad y de fantasía.
“Por ese enjuto caminito de herradura, a leguas de distancia –les dijo– desafiando la espesura de este frondoso bosque, se llega a un valle lejano rodeado de imponentes montañas de ariscos picos que le rascan el lomo espumoso a las nubes peregrinas. Era la morada de animalitos silvestres, entre ellos, una zorra boba, aunque con ínfulas de astuta, un cuervo de plumaje percudido y ojos desorbitados –que, como lora en guayabal, repetía ideas ajenas como propias– y un sapo encharcado que presumía saber de todo, con solo escuchar el eco sordo de su croar. Cada vez que se juntaban –holgazaneando todo el día viéndose y admirándose en los reflejos mentirosos de sus espejos tecnológicos– daban rienda suelta a sus teorías conspirativas, proyección psicológica de sus propios defectos y reflejo subconsciente de sus complejos internos. “¿Por qué ese búho de los ojos pelados –uno de tantos días, susurró la zorra, con su voz almibarada– nos queda viendo así, todas las noches, como si supiera algo de nosotros?”. “¿Y te has fijado en aquella paloma disimulada –graznó el ensimismado cuervo– que cubre la jornada del día, posada en aquella rama, viendo para acá? “Algo ocultan esos dos” –prosiguió la zorra intrigante– a lo que el sapo, ocho con yo, inflando el pecho, metió su cuchara asintiendo: “nos espían, algo traman, es evidente que conspiran, hay que salirles adelante”. –“Por supuesto –confirmó el cuervo– esos están coludidos, arreglando los sistemas informáticos y de transmisión, para hacer fraude en la próxima elección de la Junta Directiva del club campestre”. La trama urdida consistió en esparcir rumores, propagar información basura, para sembrar la desconfianza y manipular a los “tontos útiles y a los inútiles”, haciéndoles creer que el dúo tramaba algo terrible. El segundo paso fue tender una trampa al búho, colocando ramas y hojas secas donde este pernoctaba todas las noches, para hacerlo caer en una red, capturarlo y torturarlo hasta desenmascarar su supuesta “traición”.
Pero como los vaivenes del destino son caprichosos, el cuervo, al remontar el vuelo, en delirio de persecución, viendo hacia atrás, sospechando que alguien lo seguía, quedó enredado en la catizumbada de ramas que habían colocado. La zorra huidiza tomó un atajo equivocado y quedó enzarzada en un matorral de espinas; mientras el sapo no paraba de dar alaridos, chapoteando en el lodazal de su cenagoso charco. El búho, descendió en vuelo silencioso a presenciar aquel desparpajo acomodándose sobre un peñasco cercano. (“La estupidez—comenta el Sisimite que pensó el búho en sus adentros—es la peor enemiga, que hace a los “tontos” inventar monstruos que no existen”. -“Cayeron en su propia red—Winston tradujo el arrullo de la paloma– tejida con el hilo del miedo y la mentira.”)