“QUÉ bello editorial –mensaje de la amiga abogada– me gusta como describe con tanto detalle”. “Así escribía Rafael Heliodoro Valle”. Varios lectores del colectivo reclamaron que extrañaron no recibir editorial el sábado. (Es que ese día –explica el Sisimite– no hubo periódico por el bendito feriado de la larga Semana Morazánica. -Pero satisface –tercia Winston– encontrar a quienes se cultivan en el colectivo, que han hecho hábito la lectura del editorial, contrario a tanta nulidad, adictos a los “espejos mentirosos” (pantallas digitales), como en el cuento, que más bien consideran castigo leer hasta un telegrama). Sobre “El Apagón Catastrófico”, escribe un lector: “La idea de que un apagón nos obligue a redescubrir estos aspectos esenciales de la vida me parece muy acertada; en la realidad sucede… cuando se va la luz, las cosas son diferentes sin TV, sin radio, sin PC, sin tabletas ni teléfonos”. “A veces, necesitamos que se apaguen las distracciones modernas para volver a lo simple y lo auténtico, reconectar con nosotros mismos y con los demás que nos rodean”.
Otro lector: “Los avances tecnológicos son parte de nuestra naturaleza como humanidad, caso contrario, quizás ya nos hubiéramos extinguido”. “En realidad, lo que no hemos aprendido es a manejar la tecnología y a educar a quienes la usan de manera indebida”. Otra amiga lectora: Algo parecido al cuento que leí. Un anciano cansado que sus hijos y nietos fueran a su casa, dizque a verlo ya que nunca platicaban con él –por estar pegados al celular– les propuso que en la cena de Navidad los invitaba, con la condición que dejaran los celulares en una caja”. Ninguno fue. “No importa –dijo el anciano– que no hayan venido; estamos igual de solos, con la diferencia que tenemos paz”. “Además, no tenemos que compartir nuestro tiempo de calidad con gente mal educada que a uno lo ignora”. (Moraleja: “Más vale estar solo, que mal acompañado”). A propósito, de Rafael Heliodoro Valle, un verso al prócer, en cuyo nombre ahora dan una semana entera de frívola diversión: “¡Salud a tus laureles y a tu manto arrogante!/ ¡Saben a gratitud los ramos de tu historia!/ ¡Préstanos tus penachos, Capitán de diamantes!/ ¡Geómetra de la América, que eres equidistante/ de la circunferencia de astros de la gloria!/ ¿El mármol? No podría simbolizar tu pena. ¿La plata? No se presta para la eternidad./ ¿El bronce? Esa es la copia de tu carne morena. ¡Y al viento tu arrogante manto de tempestad!/ ¡Morazán te saluda sobre la cordillera./ Su corcel bebe alturas antes de cabalgar!/ ¡Te abraza mentalmente porque hay en su bandera/ lo blanco de tus montes y el azul de tu mar!/ Avanza a tus espumas mi río de guirnaldas:/ miedo le dan tus aguas siempre llenas de bruma,/ pero como el Amazonas de esmeraldas/ penetra muchas leguas sin revolver su espuma!”).
“Me encantó la historia –mensaje de la leída amiga– y la reflexión final”. Alusivo al cierre: Digamos, –si lo último que se pierde es la esperanza– que milagrosamente, de la nada, se desató una tormenta repentina que apagó todas las luces. Las pantallas enmudecieron, los aparatos se apagaron, y la gente desconcertada –adicta a los chunches digitales, hipnotizada por el quimérico destello de sus espejos mentirosos, prisionera, día y noche, en sus burbujas de soledad– se vio envuelta en un silencio tan profundo, que les hizo recordar la sosegada quietud del ayer, solo interrumpida por el aleteo de las aves y de sus trinos en las florecidas temporadas de la primavera; las radiaciones de vida de los medicinales rayos del sol en las horas cálidas del día; la caricia balsámica de la brisa en el rostro, en los gélidos inviernos; el chiflón vivificante en la piel de vientos reposados meciendo las hojas y sacudiendo las ramas de los frondosos árboles; el radiante castañetear de las estrellas del infinito universo, en las noches de ronda, a la intemperie, para soñar despiertos, junto a amigos cercanos y familiares, contemplando los más recónditos enigmas de lo ignoto. Los vecinos, alborozados, al sentirse desconectados del mundo artificial, salieron a disfrutar la plenitud de la ubérrima naturaleza. Sacaron de los empolvados escaparates, sus libros abandonados, para en la paz de las apacibles alcobas en sus hogares, o en los parques, al aire libre, disfrutar la enriquecedora bondad de la lectura. Se reunieron en la plaza, como era hábito de sus difuntos abuelos. Encendieron una fogata, y en torno a ella, alumbrados por fogonazos de hachones prendidos, compartieron, en amena camaradería, historias que habían quedado arrinconadas en las acrisoladas fosas de sus recuerdos. (Moraleja: -Para que vuelva la luz –ironiza Winston– bien vale la pena un apagón catastrófico, sin energía eléctrica; y se vaya “la luz” hasta recobrar la claridad).