¿CATASTRÓFICO APAGÓN?

EN las últimas horas del atardecer, igual que ayer, la gavilla infaltable de niños en tropel llegaba al pórtico a media luz, apenas alumbrado por un candil colgante, de la única pulpería de la remota aldea, escondida en algún apartado rincón de la seductora geografía terrenal. Allí, sentado en la misma desrengada banca polvorienta, se encontraban con el anciano de pupilas vivarachas que, en ligeros parpadeos intermitentes de sus ojos titilantes, parecía centellar memorias, penas y alegrías, entre las luces y las sombras de una larga vida llena de relucientes auroras y de nostálgicos crepúsculos. Su voz grave y pausada, como ecos del pasado, en murmullos tenues, cual armónica cadencia de viejas melodías, dando una suave entonación a las palabras –sin la celeridad de estas urgidas muchedumbres de ahora que, en su apuro por llegar ¿quién sabe dónde?, se atropellan unos a otros– como gotas desprendidas del fresco rocío de tempranos amaneceres derramando la nítida fragancia de épocas irrepetibles que ya no son, ni volverán.

–“Había una vez –inició el viejecito su cuento– una comunidad que, olvidando el encanto de la vida, entregaba todo su tiempo a la huidiza vorágine de la prisa. La hipnótica adicción a los chunches tecnológicos había reemplazado el contacto cara a cara –hablar y escucharse entre sí– valiosa costumbre de otros tiempos en el vecindario. Las luces fulgurantes de las pantallas digitales –no de las ideas ni de la mente lúcida, despejada y creativa– brillaban más que las estrellas. Un surtidor incesable de frívolos mensajitos, de vida o muerte, por los chats, sin dar un instante de tregua a la serenidad, exacerbado por el rociador de odiosidades rebotando en los muros invisibles de las redes. El sordo rumor de clics y desplazamientos triviales, solo superado por el estridente bullicio de la ostentosa vanidad de figuración –de irrelevantes aparentando ser lo que no son– atada a un rosario interminable de estupideces transmitidas, tristemente fueron desdibujando los apretados vínculos de solidaria amistad, como los lazos de la fraternal convivencia que tomó años tejer. La ejemplar imagen de los próceres, de los reverenciados ancestros, padres de la República, languidecían en el olvido –sus solemnes fechas conmemorativas despreciadas– consumidas en un vano frenesí de insaciable entretenimiento. Los saludos se fueron reduciendo a expresión de estados anímicos con pichingos; las conversaciones a una sucesión apretada de frases truncadas –de la más pésima ortografía– el valor de coexistir quedaba sepultado en la hondura de lo instantáneo del “ahora”, del “aquí”, del “me gusta” perentorio. Digamos –si lo último que se pierde es la esperanza– que milagrosamente, de la nada, se desató una tormenta repentina que apagó todas las luces.

Las pantallas enmudecieron, los aparatos se apagaron, y la gente desconcertada –adicta a los chunches digitales, hipnotizada por el quimérico destello de sus espejos mentirosos, prisionera, día y noche, en sus burbujas de soledad– se vio envuelta en un silencio tan profundo, que les hizo recordar la apacible quietud del ayer, solo interrumpida por el aleteo de las aves y de sus trinos en las florecidas temporadas de la primavera; las radiaciones de vida de los medicinales rayos del sol en las horas cálidas del día; la caricia balsámica de la brisa en el rostro, en los gélidos inviernos; el chiflón vivificante en la piel de vientos reposados meciendo las hojas y sacudiendo las ramas de los frondosos árboles; el radiante castañetear de las estrellas del infinito universo, en las noches de ronda, a la intemperie, para soñar despiertos, junto a amigos cercanos y familiares, contemplando los más recónditos enigmas de lo ignoto. Los vecinos, alborozados, al sentirse desconectados del mundo artificial, salieron a disfrutar la plenitud de la ubérrima naturaleza. Sacaron de los empolvados escaparates, sus libros abandonados, para en la paz de las calmadas alcobas en sus hogares o en los parques, al aire libre, disfrutar la enriquecedora bondad de la lectura. Se reunieron en la plaza, como era hábito de sus difuntos abuelos. Encendieron una fogata, y en torno a ella, alumbrados por fogonazos de hachones prendidos, compartieron, en amena camaradería, historias que habían quedado arrinconadas en las acrisoladas fosas de sus recuerdos. (¿Y cuál –tercia el Sisimite– sería la moraleja? -Que, para que vuelva la luz –ironiza Winston– bien vale la pena un apagón catastrófico, sin energía eléctrica; y se vaya “la luz” por un buen tiempo).

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