ÉRASE una vez, en época no muy lejana, una aldea encantada escondida en algún remoto rincón de la seductora geografía terrenal. Una gavilla de niños sudorosos, fatigados del frívolo ejercicio de sus juegos habituales, llegaba en tropel al pórtico a media luz, apenas alumbrado por un candil colgante, de la pulpería de la esquina, ubicada en una calle polvorienta, cruzando la avenida principal. El fin, encontrarse, ya en las últimas horas del atardecer, con un amable anciano, sentado en una banca renca y destemplada –un rústico bastón colgando indiferente de un costado– a recrearse de su voz pausada y grave, con los cuentos maravillosos que les relataba, viva memoria de una sabiduría ancestral. Era un viejecito de semblante sereno, su pelo blanco pigmentado por la tersa caricia de su crepuscular edad. Su rostro (adornado de una cautivadora sonrisa que lucía agradable entre la risada barba acicalada), lleno de suaves arrugas –asemejando esos impenetrables caminos que narran las más fascinantes historias de un intenso batallar– buriladas por los tantos años de una vida larga y plena. Su piel curtida por el inclemente sol y el invencible pasar de una plétora de primaveras; sus espesas cejas encanecidas, como techo protector a unos ojos pequeños de pupilas vivarachas, como faros, llenos de luz, atravesando la densa espesura de la neblina, irradiando la bondad profunda de un corazón sensible y de un espíritu desprendido.
-“Contanos –pidió uno de los curiosos– ¿cómo era la vida antes, muy distinta a la de ahora?”. -“En muchos aspectos igual o parecida –inició diciéndoles– los problemas, tan grandes o pequeños como los de hoy en día, vistos desde la perspectiva que cada cual considera lo suyo como lo más importante y apremiante del mundo. La gente platicaba y escuchaba –cara a cara– como estamos haciéndolo nosotros. Dialogaba y se entendía; se respetaban unos con otros. No se ocupaba de papeles, ya que un estrechar de manos sellaba el compromiso de la palabra empeñada. Los vecinos se visitaban con frecuencia; la vecindad era como extensión solidaria de la familia. Hasta que uno de tantos días, anunciaron que una bestia alienígena asechaba las ciudades. Un monstruo invisible –decían– poderoso y silencioso que se alimentaba del tiempo y de las mentes de las almas que capturaba. Millones de criaturas –los “enganchados”– comenzaron a caer en sus afiladas garras. Cautivados por el hipnótico espejismo de quiméricas alucinaciones, vagando sin rumbo o destino cierto, se hicieron adictos a los espejos digitales. Le declararon la guerra al idioma y al abecedario. Mostraban sus estados de ánimo, no con palabras sino con pichingos –día y noche– enviando y recibiendo triviales mensajitos, de vida o muerte, con pésima ortografía, asesinando la verdad y esparciendo por redes y los chunches tecnológicos que invadieron los mercados, el arsenal de teorías conspirativas.
Acabaron enfrascados en batallas de notoriedad y de figuración –aparentando ser algo distinto de lo que eran en realidad– hostiles rociaban odiosidad, conflicto y radicalización. La bestia, se regodeaba de sus pichingos, de “los tontos útiles e inútiles” que –desplegando sus satánicos algoritmos– manipulaba como marionetas. Como almas que se las lleva el diablo, en frenética carrera por derrotar el mañana sin haber vencido el hoy, en galopante excitación, fueron olvidando las pequeñas alegrías, las pausas para disfrutar, la serenidad para pensar, la gracia de compartir, el ánimo de leer, la virtud de conversar, el amor por la cultura, y el simple valor de convivir; todo eso se había perdido”. “Derrocharon –dijo el anciano– lo más valioso… la vida misma. Ya no la sienten, no la gozan, y cuando el tiempo se les acabe, será tarde para arrepentirse. Las agujas de un implacable reloj, siguieron avanzando, hasta el último tic… tac”. El anciano cerró sus ojos, cayendo de inmediato en profundo sueño, librándose así del apocalíptico espectáculo de ver a la humanidad desaparecer. (¿Y hay moraleja –tercia el Sisimite– en este cuento? -Pues ha de haber –ironiza Winston– hay que preguntarle a la nena de los cuentos. De momento, sería que el tiempo es el don más preciado que tenemos, y que, la vida se escapa de las manos, ya que en esta despavorida prisa por llegar sepa Judas a dónde y cuándo, quién sabe si lleguemos).