SELECCIÓN DE POEMAS DE NÉSTOR ULLOA

Néstor Omar Ulloa Anariba. Poeta y editor. Nació en Ojos de Agua, Comayagua, el 27 de enero de 1978. Es maestro de educación primaria, graduado en la Escuela Normal Centroamérica, de Comayagua. Estudió una licenciatura en literatura en la Universidad Pedagógica Nacional Francisco Morazán y en el año 2012 fue becado por la Universidad de Salamanca y el Banco Santander, para cursar un Máster en Literatura Española e Hispanoamericana en la mencionada universidad. Además, posee un Máster en Cooperación Internacional por la Universidad Nacional Autónoma de Honduras y es egresado de la Maestría en Diseño y Producción Editorial, de la Universidad Autónoma Metropolitana, de México. En el campo de la docencia, ha laborado como docente en los niveles Básico, Medio y Superior del sistema educativo hondureño. Actualmente se desempeña como docente y como jefe del Departamento de Letras de la UNAH. En el campo editorial se ha desempeñado como corrector de estilo y como editor en jefe de la Editorial Universitaria de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras. Actualmente es el editor en jefe de la Editorial Efímera. Además, en el campo de la gestión cultural fue miembro del colectivo PaísPoesible y es fundador y subdirector del Festival de Los Confines.

Su obra publicada es, POESÍA: Sol de medianoche (2003), Los espejos de Carlos (2006), Detrás de la sed (2015), Toque de queda para la primavera y otras estaciones (2018), Les miroirs de Carlos (2018) y Salir del cuerpo (2021).

Su poesía es un canto a la sinceridad, a la vida pueblerina, a la inocencia del descubrimiento de los tesoros de cada día. Poesía que reivindica el amor en un proceso de autodescubrimiento que enaltece la identidad sexual.

Las mujeres de mi pueblo

Las mujeres de mi pueblo
nunca cuentan sus secretos
antes del tercer canto del gallo en la madrugada.
Suelen levantarse antes del alba,
y entonces,
entonan la liturgia del rocío
antes de abrir la puerta
a las últimas luciérnagas.

Cuando van al pozo,
con la tinaja floreciendo su cintura,
cantan canciones
para enamorar el día adormecido
en el cielo detrás del agua.

De tarde en tarde,
las mujeres de mi pueblo
hacen llover pájaros
para que los niños aprendan sus lenguas;
pero igual están facultadas
para detener tempestades
con sus cruces de ceniza.

Las mujeres de mi pueblo
saben domar demonios
y corromper uno que otro ángel,
cuando la circunstancia lo amerita.

Ellas dirán
que ya no creen
en las historias de los olvidados,
pero cuando aparecen en las fotografías,
sus manos buscan desesperadas una hoja
o se abrazan al incendio de una flor,
procurando con el desamparado gesto,
mantener su alma atada al barro.

Las mujeres de mi pueblo
no saben de imposturas;
ellas sólo saben de amor, así:
amando sólo porque les da la gana.

Ellas llevan arrullos de luna en la garganta
y ecos de sol en la mirada;
pero más allá de todo esto,
jamás se les escuchará presumir
de su capacidad para multiplicar panes y peces
sobre las mesas huérfanas,
o de resucitar la luz
que habita en la promesa de una golondrina errante.

Ellas son así:
mujeres toda la vida.

DE CÓMO MI MADRE ME ENSEÑÓ A SER LIBRE

De mi madre aprendí
a disfrutar el vuelo de las garzas
y a descifrar sus sueños
en el viaje de regreso
hasta los árboles nocturnos.
Intentábamos contarlas al vuelo,
pero pronto olvidábamos los números,
extasiados
por la blancura de la brisa en el rostro.

De mi madre aprendí
que el verdadero amor
nada tiene que ver con el corazón,
sino con las manos;
por eso hoy creo más en el abrazo
que en los besos.

Mi madre me enseñó a descubrir constelaciones
en el agua dormida,
y a nombrarlas con palabras blancas
para que no cayeran en la tentación del abismo.

Compartíamos las noches de verano,
al filo de un tiempo detenido,
contemplando el cielo incendiado.
Y ella callaba
y yo devoraba sus silencios.

Hoy sé muchas cosas de ella.
Sé que siempre se hizo la desentendida
con mi eterno Complejo de Edipo,
y que poco le importó,
ni se escandalizó
cuando de niño decidí
jamás volver a jugar fútbol.

Hoy sé muchas cosas de ella,
como por ejemplo,
que llevarnos a ver el vuelo de las garzas
era su forma de sembrar libertad.

LOS ESPEJOS DE CARLOS

Salir a la plaza, ubicar tu banca,
colgarte versos al cuello
o vendarle los ojos a tu nombre para perderlo en la multitud
y hacer que te extrañe;
así como vos, a veces, extrañás ser nadie, sentado en tu banca de la plaza,
alimentando los pájaros
con lo poco que van dejando los relojes.

ESTE LÁZARO QUE SOY

Conozco perfectamente
el sabor de las cicatrices
que deja en la mirada
el vuelo de una gaviota bajo la lluvia;
y sé de memoria
los rituales de las hormigas
para invocar la primavera.

A pesar de las vendas,
no he olvidado nada.

Siempre creí que la muerte
llegaría a buscarme
con las primeras lluvias de mayo,
pero insistió en llegar una tarde de octubre,
disfrazada del vuelo de los papalotes.

Desde entonces
los días son un grito enredado
en la garganta de los gallos
y las noches, otra forma de amar la luz.

Desde entonces el tiempo es denso,
como universo contenido,
y sólo sirve para explicar
por qué de a poco
mi cuerpo se va cubriendo de orquídeas.

Todas las mañanas
guardo mis despojos
y espero.

He oído muchas voces
intentando derribar la piedra.
Ninguna es la del hombre que resucitará conmigo.

EL AMOR AL FINAL DEL DÍA

Dicen que el más grande de los Alejandros
inauguró sus glorias sobre los muslos de Hefestión,
y que Aquiles fue dulce
sólo cuando pronunciaba el nombre de Patroclo.

Miguel Ángel pintaba hombres desnudos
en los techos de las iglesias
y convirtió en dulcísima carne de hombre
la primitiva piedra
donde habitaran los ángeles del primer deseo.

Federico tuvo su amor oscuro
y la Mistral enloqueció de amor por Doris.

Habrá quienes digan que procuro
justificar la recurrencia del vértigo en la estrella,
pero yo sólo intento explicar
que el amor es sólo amor,
o no es más nada al final del día.

MODUS VIVENDI

Escribo para que la muerte
no tenga la última palabra.

Odysséas Elýtis

Los ángeles sueñan con no tener alas.
Con sentarse en una banca
de un parque cualquiera,
un domingo por la tarde,
a ver caer las hojas de los árboles.

Hay algunos que desean
subirse las enaguas
y desmentir las catedrales.
Pero los más osados,
esos se arrancan las alas
y van por las calles
escribiendo con ellas
las letras de sus silencios
o pintando en los muros
su terca necedad por conocer la muerte.

Pero a la muerte
poco le importan los ángeles que escriben
y no reconoce
la canción desolada de sus pies hambrientos
o el pálpito de estrella
escondido en su sangre.

Para la muerte
un ángel jamás será un poeta.
Para ella
no será más que un viejo en un parque
un domingo cualquiera,
viendo caer las hojas de los árboles.

Por eso la muerte cree tener la última palabra,
y el viejo poeta sonríe
recordando el lugar donde guarda sus alas.

DIALÉCTICA DEL DESEO

Como a una cita con su propia muerte
acuden los cuerpos,
liberando sus despojos,
para pagar al barquero con el fuego de su sangre
y emprender sin raíces el viaje al abandono.

No necesitan
una ruta marcada en las manos
o una luz al borde del abismo.

La norma es desobediencia al deseo
y el deseo transgrede
el blanco paradigma de los cristales.

Amor, he dicho,
porque el deseo no es otra cosa
que el amor hecho a medida de un tiempo
para acudir a una cita con la propia muerte.

EL AMOR RECUERDA UNA LLUVIA

Hubo un tiempo, recuerdo,
en que amaba los lunes y odiaba los viernes.

La razón siempre fue sencilla:
los viernes él se volvía grano de arena
en el desierto de su casa,
pero los lunes
hacía llover peces con su voz desde el teléfono.

Con el tiempo
él prefirió atesorar granitos de arena
en lugar de aprender el lúbrico canto de los peces.

Y yo volví a odiar los lunes.

Fuente: Gaitán, N. A. Canon Poético Hondureño (inédito). Es un estudio sobre las generaciones literarias hondureñas, destacando poetas prominentes de cada generación.

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