EDILBERTO CARDONA BULNES: EL ULISES Y EL JONÁS, ARGOAVENTURAS CON EL LENGUAJE

Por Javier Alvarado

Así llegó el milagro que la dora,
sin confesar quién la llevó al encuentro
del amado, total, que la enamora.

Y el que la alzó, oscuro, de su centro,
si se quiere ignorar, o se le ignora,
allí quedó, crucificado, dentro.
Edilberto Cardona Bulnes, La Catedral

En 1896, en ese Buenos Aires quimérico y nostálgico, allá en el Sur de América, donde habría de llegar nuestro Rubén Darío, se publicaba su libro Los raros, donde se amalgamarían poetas y escritores a los cuales el gran bardo nicaragüense escudriñaría hasta las raíces. Entre esos escritores estaban: Leconte de Lisle, Paul Verlaine, Conde de Lautréamont, Henrik Ibsen, José Martí, Edgar Allan Poe, entre otros. Años después, un poeta español, declarado hijo de Luis de Góngora y Argote, Pere Gimferrer, el autor de Arde el mar, publicaría su libro Los raros en una maravillosa recurrencia, rescatando a autores como Giorgio Baffo, Lorenzo da Pont, Babur, Anna Comnena, Natalie Clifford Barney, María de Romania, entre otros. A Darío y Gimferrer les inquietó el hecho de esas poéticas y escrituras extrañas, diferentes, mutantes con la realidad, con el estilo, con el lenguaje, con las imágenes, con la explosión de los sustratos, la renovación en el nombrar, el poemar (como diría el vanguardista peruano Alberto Hidalgo) y el decir. […]

Es pues, un ejercicio apasionante, delirante, acercarnos a esas poéticas de los confines, para estar a favor o en contra, pero que al final demuestra una agudeza de lectura y una capacidad de adentrarse a una Mosquitia del lenguaje. […]

Y quizás en esa categoría de “raros” pudiera considerarse a Edilberto Cardona Bulnes y, posiblemente, dar pie a un reto centroamericano: publicar una suma alrededor de raros desde la cintura de América. En ella incluiríamos a los guatemaltecos Luis Cardoza y Aragón, Francisco Nájera, los salvadoreños Alfonso Quijada Urías, Rolando Costa, los costarricenses Max Jiménez y Eunice Odio, el nicaragüense Ernesto Mejía Sánchez, los panameños Demetrio Herrera Sevillano y Demetrio Korsi y algunos otros que forman islas a la deriva que se engarzan en un archipiélago fecundo. Volvamos al caso de Edilberto, que también firmó como Zósimo Zara, Zósimo de raíz griega que significa vital, vigoroso y que en contextos cristianos se aludía a “de larga vida” y Zara con dos vertientes, la árabe “flor, floreciente” y la hebrea radiante, brillo”. Contamos en la historia universal con varios Zósimos, entre ellos el historiador, el papa de la Iglesia Católica, el de Palestina-santo ortodoxo, el de Panópolis-alquimista griego, de Samosata-artesano de mosaicos de Zeugma.

Tuve conocimiento del poeta hondureño por situaciones adversas a su obra, casi desconocida. También resulta difícil encontrar las ediciones príncipes de sus libros, así como de sus reediciones. Descubrir Los interiores (1973), que firmó con su seudónimo ya mencionado en España, sería un acierto y una gran ola de suerte. Asimismo, alrededor de la pérdida de la edición completa de Jonás, fin del mundo o líneas en una botella (EDUCA, 1980), en la aduana de Tegucigalpa, se teje una serie de variados testimonios, algunos tan contradictorios que han llegado a hacer de este suceso una especie de mito urbano para la poesía de nuestra región. Sobre este tema he sostenido conversaciones con Julio Escoto en Panamá y con Alfonso Chase en Costa Rica, y ambos han lamentado que ese insólito suceso en las letras centroamericanas.

Segisfredo Infante en su artículo titulado “Lecturas de don Edilberto” nos da un testimonio sobre los últimos años de Cardona Bulnes:

“Vivía a duras penas con una mísera pensión de doscientos ochenta lempiras mensuales, aproximadamente. No vivía. Apenas subsistía como ermitaño, uno de los más grandes poetas centroamericanos
[…]
Una vez me mostró un volumen sobreviviente de su libro Jonás o líneas en una botella. (editado por EDUCA), para luego relatarme punto por punto cómo se había “extraviado” en el aeropuerto Toncontín “la edición completa” de su obra más buscada en los días que corren. Aquel extravío deliberado le había provocado un infarto.”

Javier Alvarado

En otra instancia, recuerdo haber estado una sola vez en la llamada Casa Azul, el hogar de la poeta Esther María Osses y que luego perteneció a su compañero Carlos Wong. Esta casa fue un sitio de tertulias, de solidaridad, de culturalización. Me llevó la escritora Moravia Ochoa. Pude acercarme a la extraordinaria biblioteca y admirar aquellos tomos que luego desaparecerían al convertirse en un local comercial. Un día, rondando por la Universidad de Panamá, me acerqué a un puesto de libros usados. El librero estaba rematando una colección de poesía hondureña que fue lanzada en los cuatrocientos años de fundación de la ciudad de Tegucigalpa, que había pertenecido a la colección de Esther María Osses. Los autores publicados eran: Clementina Suárez con “un pedazo de falda hoy florecida como la primavera”, Jorge Federico Travieso con “sus mulatas de las islas”, Jaime Fontana con “su canción marina en el pinar” , Antonio José Rivas y “su autoelegía del hombre que se quedó solo”, Pompeyo del Valle y “el porvenir fundado en una estrella”, Roberto Sosa y “el abatido búho”, Óscar Acosta y “sus formas del amor”, José Adán Castelar y “su confesión primera a La Ceiba”, Edilberto Cardona Bulnes y “la palabra en su teúrgia, premisa, liturgia, presagio, su creación tan antes del milagro, muy antes de la luz” , Rigoberto Paredes y “los que se aman caminan tegucigalpasando” y José Luis Quesada conversando con “faunos todavía adolescentes”. Para mí fue un motivo de regocijo obtener esta fuente de poesía de un país de nuestra Centroamérica, escasa de conseguir y con vivos colores de portadas. Ha sido un horizonte y una especie de senda para adentrarme a este mundo de las Honduras, con sus acentos indígenas, mestizos, de historias que golpean, de voces sociales que claman justicia, de denuncias, de belleza amatoria y de magmas lingüísticos. Por fin, de alguna forma, había algo de Edilberto Cardona Bulnes, tangible, que me pertenecía. Algo de aquel bardo que, en testimonios recogidos por Rolando Kattan, hizo un campanario en su casa y hacía nacimientos zurciendo sus calcetines viejos, dándole revestimiento y colores a San José, el niño, la Virgen y a los Magos de Oriente.

El gran bardo mesiánico y neobarroco de Las Antillas, el cubano José Lezama Lima, tiene una frase lapidaria y polémica: “Sólo lo difícil es estimulante”, y creo que esa frase me ha traído hasta aquí en este discurso de aceptación de ingreso a la Academia Hondureña de la Lengua como miembro correspondiente, en una travesía por la obra del distinguido hijo de Comayagua. Él y Lezama, dos neobarrocos, dos católicos, dos señalados por sus estilos de vida; uno junto a su madre y admirador de los banquetes y otro al cual se le endilgó la locura, de solitario y de pescar en el río Chiquito (comentario generalizado entre los poetas). Ambos catalogados como herméticos, quizás en esa imposibilidad de penetrar en sus laberintos con el idioma, pero todo un reto para hallar bosques rosados, plateados, auríferos y maravillosos. Nuevamente Lezama Lima, en su ensayo “Introducción a un sistema poético”, nos dice:

“desde el germen y el acto a la embriaguez oscura a la alemana y la embriaguez cenital del católico por la revelación, desde el despertar griego a la voluntad de la muerte del católico, al participado continuo del éxtasis en lo homogéneo desde la dignidad estoica del poeta hasta su destrucción por esa ruptura entre lo heroico y lo infuso sobrenatural.”

Acercándonos a la obra de Cardona Bulnes, podemos vislumbrar nuevamente otra sentencia lezamiana:

“Pero el americano, Martí, Darío o Vallejo, que fue reuniendo sus palabras, se le concentran las exigencias en un nuevo paisaje, trocándolas en corpúsculos coloreados. En todo americano hay siempre, un gongorino manso…”

Y ahí tenemos también a Sor Juana Inés de la Cruz, declarada admiradora de Góngora y de una corriente torrencial, majestuosa e ingeniosa con las rimas, las metáforas y las palabras. Y así se van diseminando varios poetas con sus obras que son producto de un mestizaje mágico y asombroso; la culturalidad endógena y exógena dando sus clarividencias hermosas, en ese neobarroco, en esa deformidad de perlas que rielan con lo escrito y con el habla.

Tomando en cuenta el material aludido al que tuve acceso a través de la colección en los Cuatrocientos años de fundación de la ciudad de Tegucigalpa, el cuadernillo de color negro y con el número 9 indica:

“También por decisión personal no ha publicado ninguna de sus obras, con excepción de Los Interiores, editada en España en 1973 al obtener el Premio Café Marfil. La selección de poesía aquí impresa pertenece a dicho libro, a la primera parte intitulada “Ulises”. El autor la ha cedido exclusivamente para la presente publicación…, prohibiendo la reproducción total o parcial de ella.”

Resulta curiosa esa postura de no editar las obras o reeditarlas y hacer énfasis en esa prohibición de no hacer más tirajes.

En este Ulises centroamericano, la musicalidad y la cadencia indican el inicio del viaje:

(El aire. El de Ulises. Sus blancuras. Por el aire de Ulises Odiseo
Navegando intermundos. Las cajas. Odisea del pájaro.
Los bloques. Es lo mismo. Oes, úes, aes.
Poseidón y su música. Lea Ulises su espuma. Voluntades
en autopsia. Oxida hasta la nieve. Hunde sus oboes. Y por ternos
van hojeando las olas soledades. Resistencia
en fosfatos y sodio. Oiga Ulises su música…

Este ritmo encanta, marea, hipnotiza. Pareciera acercarse a la técnica de las sirenas para emboscar a los marineros de frenética aventura. Versos cortos, cabalgamientos, imágenes poderosas van levando el ancla de la poesía…

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