Por David Díaz Arias
Honduras
El caso hondureño es muy próximo a la experiencia salvadoreña y comparte con la nicaragüense su relación con la costa caribeña que, en buena parte, está también habitada por misquitos. La corona británica empero, reconoció de forma más temprana los derechos hondureños sobre la región de La Mosquita porque ya para 1859 firmó con ese estado centroamericano un tratado —el Tratado Wyke-Cruz— con el cual los británicos reconocieron la soberanía hondureña sobre ese territorio. Como parte de la toma de posesión de esa zona, el estado hondureño y las autoridades loca- les promovieron la investigación sobre dichas tierras, con el fin de poder afianzar su poder allí. El lenguaje descriptivo de los múltiples informes que se presentaron a partir de esos estudios está lleno de adjetivos que describen a las tribus indígenas misquitas y garifunas del caribe hondureño como “las gentes más perezosas que produce la naturaleza” e “indolentes.” Junto a esto, los informes afirman la necesidad de “civilizar” a esas poblaciones. Todavía más. En un informe redactado en 1882 por una Comisión Especial, se proclamaba que era fundamental crear el mayor número de escuelas posibles en dicha región, así como fomentar la construcción de iglesias para moralizar a los indios y obligarlos a “andar vestidos.” Este informe incluso sostenía que el indígena de la zona caribe no merecía en principio “los mismos derechos y consideraciones que la Constitución y las leyes dispensaban a los hombres civilizados, según Revolución, represión y memoria en El Salvador (San Salvador, El Salvador: Museo de la Palabra y la Imagen, 2008). el sistema republicano.” Finalmente, el texto terminaba afirmando que en los indígenas todo era “imperfecto.” En suma, la incorporación de la costa Caribe al estado hondureño fomentó en la década de 1870 y 1880 la renovación de las representaciones coloniales del indígena como un ser carente de razón en el sentido ilustrado y positivista y, aunque educable, indigno de recibir los mismos derechos políticos de los otros habitantes del país. ¿Qué pasaba con las otras comunidades indígenas del interior del país? Aquí la estrategia liberal fue muy parecida a la que hemos visto para Nicaragua. Así, las elites políticas hondureñas se empeñaron en identificar a su población como homogénea, recurriendo al lenguaje para construir dicha representación. En ese sentido, la población fue homogeneizada bajo el término “ladino.” Esto se hizo oficialmente efectivo en 1887 cuando, en las instrucciones dadas a los empadronadores que habían sido capacitados para llevar adelante el censo de población hondureño de ese año, se les indicó incluir a todas las mezclas raciales sin distinción bajo la categoría de “ladino.” Con este plumazo, el gobierno hondureño logró consolidar una categoría de clasificación étnica que diluía las posibles diferencias al interior de su población—al menos oficialmente—y dejaba aislados a los indígenas de la representación de ese estado. Así, “los mulatos, negros, blancos y todo tipo de otra mezcla racial se contrapuso a los indios.” Gracias a este proceso de ladinización, los indígenas en Honduras que no estaban ubicados en La Mosquitia, fueron poco a poco borrados de la representación social de la nación hondureña. Su incorporación solamente se promoverá al final del siglo XIX y en las primeras décadas.
La construcción de las naciones centroamericanas, 1821-1954 del siglo XX en el contexto de la restauración de las ruinas mayas de Copán. Darío Euraque ha mostrado la relación que existe entre este proceso de modelación de un mestizaje discursivo y lo que él llama la mayanización de Honduras en el periodo 1890-1940.120 De acuerdo con Euraque, el discurso del mestizaje hondureño—es decir su ladinización—madurará y se adoptará plenamente en las esferas estatales en la década de 1920, hasta llegar a consolidarse en la de 1930. El esfuerzo por restaurar las ruinas de Copán y promover su representación imaginaria en Tegucigalpa adquirirá fortaleza en este periodo, gracias al interés por construir un discurso de “hondureñidad” basado en el mestizaje y que rescataba la grandeza de una civilización indígena desaparecida en el tiempo histórico, pero—según sus auspiciadores—presente en la mezcla racial. En ese sentido, varios intelectuales hondureños de las décadas de 1950 y 1960 se afiliaron a la teoría mayanista que fue literalmente inventada por Monseñor Federico Lunardi quien fungiría como representante del Vaticano ante los sucesivos gobiernos del General Tiburcio Carías (1933-1949). Lunardi y otros intelectuales hondureños se afiliaron a la idea de que la población indígena hondureña había sido completamente maya. Así, en una carta escrita en 1945 sentenció que Honduras “era toda maya,” a pesar de conocer varios estudios que probaban lo contrario.
El discurso oficial del mestizaje hondureño sirvió además, como en el caso salvadoreño, para la recuperación y proclamación de un líder indígena que había enfrentado a los conquistadores españoles en el siglo XVI, como héroe de la nación: el cacique Lempira. Si bien la construcción discursiva de Lempira como héroe nacional comenzó en el siglo XIX, no será sino hasta inicios del siglo XX cuando se afiance como proyecto. Ya para las primeras décadas de ese siglo, Lempira era recordado como el máximo defensor de la autonomía hondureña, a pesar de que, obviamente, la nación hondureña había sido una creación del siglo XIX y no podía haber existido en el siglo XVI. La modelación que se hará de la figura de Lempira en las primeras décadas del siglo XX giró en torno a la idea de que, efectivamente, Lempira era la representación de la heroicidad hondureña, pero que tal imagen no tenía vínculos con los indígenas lencos que todavía habitaban Honduras en esos años. Es decir, Lempira era un indígena cuya sangre corría por las venas de los hondureños, pero no en aquéllos que sí eran descendientes directos de su grupo étnico.
Asimismo, el recurso político a la imagen de Lempira sirvió en 1926 (año en que se le dio su nombre a la moneda nacional de Honduras en vez del nombre de Morazán —un héroe “blanco” hondureño del siglo XIX— que se había propuesto primeramente), para restarle importancia a la presencia negra en la costa norte del país y homogenizar con ello “la configuración étnico-racial hondureña ante el peligro de la inmigración negra y la mezcla racial contaminada con ‘lo negro’.”123 El rescate de la imagen de Lempira, de tal forma, propició la disolución del indígena del pasado y el contemporáneo en la idea de una Honduras “ladina” y, a su vez, sirvió para enfrentarse a las poblaciones negras que también habitaban la Costa Norte. Ese discurso se afianzará en las siguientes décadas de forma tal que en 1935 se proclamará oficialmente el Día de Lempira y en 1943 el Departamento de Gracias a Dios —es decir lo que era conocido como La Mosquitia hondureña en el siglo XIX— se transformará en el Departamento de Lempira.
Agradecemos esta colaboración al historiador guatemalteco José Cal.