Economía y poesía: un ensayo de Yolanda Castaño

Fragmentos del ensayo

“ECONOMÍA E POESÍA: RIMAS INTERNAS” (Galaxia, Vigo, 2024)

Con ligereza se olvida que la libre explotación de su trabajo pone obstáculos a que los artistas, las creadoras, puedan sustentar la vida mientras profundizan y avanzan en su creatividad, puedan —en definitiva— financiar su carrera. Y ¿qué consecuencias tendrá esa merma en nuestra cultura a medio y largo plazo, si se ceba con los incómodos, con las independientes, con los desconectados del poder, con las que caminan los márgenes del mercado, con las creadoras cuyo discurso no siempre es fácil o complaciente? Si no hacemos un sensato arbitraje, que compense la labor literaria sin que recaiga demasiado en los lectores/as, nuevas maneras de consumo de la escritura amenazarán a esa clase que no viene de familia fuerte ni tampoco aspira a enriquecerse, pero que lucha por seguir investigando a través del arte.
Solo una cierta estabilidad económica salda la auténtica preocupación por el tiempo. El tiempo, esa tierra abonada para la libertad creativa, frente a estrechas canteras o raquíticos yermos. Tiempo para no dejarnos ahogar por el tiempo.
(…)

Porque es que, criar ese animalito de la escritura para que crezca sano requiere tiempo. Pero el tiempo es una mina finita, de la misma explotación a cielo abierto debe salir el tiempo que invirtamos en sostener las paredes del despacho, la incandescencia de las lámparas o el calor que nos vista. ¿Cómo ordenamos esos fragmentos de nuestro tiempo y que jerarquía se establece entre ellos? Si lo que decidimos hacer para sostener el edificio de nuestras necesidades es un desempeño profesional que nos reporte un salario, para la escritura quedará siempre el tiempo de desecho, los resquicios periféricos de la jornada de producción. Tiempo robado al sueño, al dedicado a la familia, tiempo que habríamos contado con destinar a cierto (y también necesario) ocio. ¿Qué efectos tiene en nuestra dedicación, en el rendimiento creativo y en la relación que establecemos con nuestro oficio esa priorización?

*

Todas las veces que —sobre todo por parte de los poderes públicos— escuché reservas y mil dudas respecto a criterios capaces de gestionar el apoyo a la producción literaria contemporánea durante su proceso (bolsas a la creación, residencias o incluso la posibilidad de un salario mínimo) me recordaron esa imagen de la venda puesta antes de la herida. ¿Cómo puede arrojársenos en nuestra contra la dificultad de juzgar la creación cuando existen en los certámenes jurados y en las subvenciones comisiones evaluadoras? ¿Qué posee intrínsecamente el trabajo de una poeta danesa que le permite tarificarlo y a nosotros no? Despreciar la capacidad para valorar una propuesta literaria es desdeñar el rigor, la responsabilidad y el juicio del que son capaces personas formadas. Claro que la perfección no existe, que cualquier sistema humano dejará grietas por las que pueda colarse la mala praxis, el abuso o alguna sombra de la deshonestidad (¿cómo montar un pequeño mundo que estuviese fuera de este mundo?), pero negarse a tales avances es admitir un mal mayor por no encarar males hipotéticos, contingentes o pequeños.

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Como la violinista o el fotógrafo, el/a poeta tiene un papel en una sociedad que, sin duda para mal, aun no ha conseguido zafarse del estrangulador abrazo del capitalismo. ¿Cómo de justo es dejarla al margen exclusivamente a ella, a él? ¿Cómo poder escribir desde fuera de este mundo? ¿Cómo pulsar las teclas fingiendo no tener manos?

Como arma arrojadiza se nos lanza la interesada oposición entre la “nobleza” del verso y la vulgaridad del “vil metal”. (Tantas veces la elitista imposición de la “elegancia” sirve a intereses tan poco honrados…). Con el tiempo adiviné que mantener a los y las poetas aparentemente sacralizadas en aquella aura podría resultarle provechoso al poder. Legitimaría la explotación de su creatividad al compás de una absoluta consideración. En ocasiones lo pomposo de las alabanzas ha sido inversamente proporcional a la dignidad del tratamiento. Pátinas beatíficas que no le han hecho más que mal a nuestro oficio. No aspiramos a ser profetas. Más bien aspiramos a trabajar.

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En el corazón de la jungla en la que hoy vivimos, muchas prácticas y actividades de naturaleza cultural se alimentan y viven, exactamente, de que una de las partes rente su trabajo gratis. En los programas de televisión participan personas que cobran junto a otras que no; en la producción audiovisual, unos perciben una subvención y otros hacen aportaciones capaces de justificarla, pero sin recibir nada a cambio; un libro colectivo se hace prácticamente siempre recogiendo colaboraciones cuyas ventas (aún si exiguas) irán exclusivamente a manos de los intermediarios. (…)

Tengo para mí que nos hace vulnerables como sociedad confundir libertad de expresión con robo, solidaridad con tender una emboscada a los derechos de autoría, militancia con machacar la dote de la propiedad intelectual. La romantización de las labores artísticas por las emociones que, de hecho, producen en quien las disfruta no puede parapetar su saqueo. (…)

Como resulta claro y meridiano, las partes más interesadas en que los escritores y escritoras sigamos teniendo para con nuestro oficio una relación paraprofesional son las que circundan la escritura y, en alguna medida, sí viven de ella. Impulsoras o mediadores, de una manera más o menos monetizada. Así siempre será mayor el margen para los poderes públicos o para las empresas.

Sobre todas las ocasiones en que un autor o autora rinde su provecho en favor de otros, se ciñe uno de los oscuros axiomas del capitalismo contemporáneo: si ves que el producto de tu esfuerzo no va a parar a tus alforjas, significa que el producto eres tú.

Siempre que una creadora, un trabajador cultural es llamado y acepta desarrollar un labor de manera gratuita, pienso que el pico de la pirámide alcanzó el más alto de sus cielos. ¿A qué mayor oscuro deseo puede aspirar un patrón que a que sus obreros/as deseen implicarse gratis, que motu proprio renuncien a cobrar? Cada vez que esa aceptación se produce, si agudizo bien los oídos, puedo escuchar el frufrú de terceras manos frotándose.

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¿Quién piensa que aquellos servicios, eventos o incluso espectáculos de los que con frecuencia unos disfrutamos gratuitamente, no implican un trabajo por el que antes pagaron otros? ¿Dónde está exactamente el “lucro”? Pero, sobre todo, ¿se manejarían esos términos al hablar de una sanitaria que cobra por su trabajo, de un operario del servicio de limpieza? ¿Significa acaso la educación pública que nadie remunera esa docencia de la que el alumnado aprende sin pagar nada a cambio? ¿Hablamos en ellos de “lucro” o de ser “interesados” cuando son recompensados por sus ocupaciones? Veo algo sutilmente siniestro en la demonización de las aspiraciones creativas a vivir dignamente. En ese reproche irreflexivo. En ese movimiento proyectivo que se desembaraza de la responsabilidad propia rebotándola contra la (supuesta) codicia del otro.

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De los estereotipos sobre los y las poetas –reforzados desde un poder abonado a ellos– se derivan unas dinámicas que sirven a ese mismo sistema. Ocurre que, a la vez, las víctimas del estereotipo, bombardeadas con tal imaginería, pueden comenzar a interiorizar, consolidar e incluso reproducir por sí mismas las estampas que el poder les arroja encima.
Es lo que se conoce como profecía autocumplida y un riesgo que no ocurre solo en la literatura. Pronunciarlas en alto solo las confirma como verdaderas y hasta justificables. Acogerse a ellas sin cuestionarlas solo las normaliza, en una constante repetición que deriva en una aceptación acrítica y generalizada capaz de esconder la naturaleza abusiva que las patrocina. (…)
Establece así una expectativa de tratamiento que no colabora más que con la misma desigualdad. Al fin y al cabo, esto tiene que ver con una de las sutiles maneras que tiene el poder de dictar formas de comportamiento y, en último término, de obediencia. Desnaturalizar ese desajuste desde una mayor conciencia se hace imperativo para poder alcanzar relaciones más justas.

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Sentir que estás al margen del capital porque no cobras me recuerda un poco a sentir que, porque no votas, estás al margen del juego electoral.
Las actitudes pasivas también dejan huella. Como dijo Simone de Beauvoir: “El opresor no sería tan fuerte si no tuviera cómplices entre los oprimidos”. Más inconscientes o más integrados, distraídas, confundidos, tal vez una pizca menos críticas de lo que piensan.
Mientras no sea posible caminar a un lado del sistema económico del que hacemos parte, no hay muchas opciones mejores a que cada agente de la producción cultural sea sensatamente retribuido/a. La alternativa al capital no puede ser que la patronal ahorre pagar el trabajo. La alternativa al provecho del poder y de los intermediarios pasa, entonces, por el comercio justo.

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Por todas las viejas representaciones —de filiación romántica, bohemia, vanguardista…— en que el/a poeta se opone al mercado rechazándolo o tratando de vivir al margen de él, las liturgias poéticas siempre rechazaron hablar de dinero, para cuanto más si además unimos escritura lírica y mujer. Poesía y economía como realidades irreconciliables. Y los potenciales pagadores también han aprovechado esos lugares comunes para confundir actitudes. Incluso para fomentar ideas adulteradas que consiguiesen denigrar cualquier indicio de reclamo. Para abochornarnos en cada intento de defender lo que era nuestro, imponiendo una moral que creían más elevada. Para desacreditar nada más y nada menos que la igualdad del reparto. Para que, en vez de sentirnos justas, fuésemos nosotras (nunca ellos) quienes nos sintiéramos mal.

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Contrariamente a no hablar sobre dinero, los poetas y las poetas deberíamos normalizar el tratamiento del aspecto económico en nuestras colaboraciones e intercambios. Quitarnos de una vez por todas el prejuicio avaricioso con el fin de sanear nuestro sector. Ser oscuros o silenciosos en cuanto a porcentajes y pagos solo rompe la solidaridad laboral y borra la trazabilidad de esfuerzo y contenidos, en detrimento nuestro.

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En todo lo que rodea a la poesía, la idea de “profesionalidad” no solo resulta ardua y complicada, sino aun suspicaz y hasta deshonrosa. Nadie desacredita a una pintora cuya libertad y genio creativo la acabase por llevar a tener obra en museos, exponer en galerías, en definitiva a vivir de su plástica. ¿En qué momento nos dejamos convertir en los únicos/as creadores denostados/as por establecer para con su práctica ese rigor comercial y ese compromiso?

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El problema de la generosa disposición a la que estas escritoras se rinden ante llamados de entidades y organismos bloquea el paso a otras escritoras que se afanan por intentar vivir de su escritura. Las segundas incomodan, resultan demandantes, y para las instituciones sobran casos de calidad y prestigio pródigos. ¿Hasta qué punto es una autora capaz de amplificar o revalorizar su oferta frente a las de aquellas que renuncian a ser compensadas por la propia? ¿Hasta qué punto la proliferación de las primeras no bloquea el paso de las segundas, no interrumpe el propio proceso de profesionalización? Por lo de pronto, el primer tipo de escritoras sigue siendo muy superior en número a las segundas. Las cifras cabalgando a lomos de las letras.

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No ha sido casual que venga de hablar sobre mujeres escritoras. Tradicionalmente depositadas ciertas actividades en manos femeninas hasta en las sociedades más sofisticadas, algo parece asemejarse sospechosamente entre algunos trabajos creativo-culturales y otros relacionados con los cuidados, con lo doméstico, con el adorno. Esferas socialmente desvalorizadas y en las que el acento, aún confuso, recae más en la parte del consumo que de la producción.

Si en el ámbito del hogar pareciera que la comida hecha, la ropa limpia y las personas dependientes atendidas redundasen por arte de magia, para la familia, en un remanente de recursos (fondos económicos o tiempo) susceptibles de ser invertidos en vivificador descanso, nutriente ocio o incluso dedicación a actividades más rentables (sin que suelan revertir tanto en la abastecedora de esos “servicios” como orientarse hacia terceros), en el ámbito cultural este “trabajo afectivo” (pagado, en resumidas cuentas, con amor o con cualquier otra moneda simbólica) se traduce en contenidos gratuitos que mantengan la maquinaria en movimiento. Son contenidos, por lo tanto, tan expulsados del sector productivo como asumidos por quien los suministra entre espejismos de realización personal; la misma que —entre halagos, fotografías y algún premio sin dotación— legitima y hasta ennoblece y prestigia un motor íntimo e imparable que moviliza ese engranaje.

Eslabones por “voluntad propia” sirviendo felices a (visibles e invisibles) otros. Puede que no pocas de esas mujeres escritoras lleguen a desdibujar la línea entre esos labores de los que, tras siglos, no lograron desembarazarse y la incesante carrera de demostrar su valía en la escritura. Si la expectativa de los cuidados primarios y la expectativa del sistema editorial colisionan sobre los hombros de las mujeres, ellas explotarán (en detrimento de una de las vías) o se inmolarán hasta que no veamos todo el dolor y el amasijo de chatarra.
Ambas zanjas infinitas coquetean con una autoexplotación que en el marco neoliberal se antoja insaciable. Con la amenaza del llamado “síndrome de la trabajadora quemada” acechando de no lejos. Empezando a no distinguir bien dónde terminó la pasión genuina y las perversas inercias que la transformaron en pasión “inducida”. Siempre hiperconectadas, eternamente disponibles, sin ver nunca un final y depositando objetivos en futuros.

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La inspiración como trance divino es otra de las más tóxicas falacias. De nuevo mediante un barniz dorado que salvaguarde más a quién lo aplica, se les anula a los autores/as su esfuerzo y su genio, su constancia y aliento. Si no es tanto el ingenio o el ánimo, sin duda será más fácil convencer del vano mérito de algo que viene dado. También de un horizonte de consumo tan antiguo y expansivo que llegue a neutralizar a los productores. (…)
Me doy cuenta de que es así como realmente nos prefiere el sistema: discretas hasta que se borre nuestro esfuerzo personal, humildes hasta desposeernos. Abnegadas hasta la subordinación, negando nuestros logros hasta que parezcan de todos. También flexibles hasta más no poder, incansablemente amables hasta si somos blanco de cualquier conflicto. Siempre sonrientes. Neutralizando cualquier justificada ira en el santo nombre de la elegancia. Multifacéticas polivalentes, pero mientras desarrollamos oficios socialmente menos valorados.

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Si el ejercicio poético se consolida como una eterna afición sin trazas de porvenir, lo estaremos por fin dejando en las manos de quien “se pueda permitir el lujo” de cultivarlo a cambio de nada. Esas manos que aceptan ocupar parte de su tiempo en una práctica de la que no precisan tirar fruto, porque su sustento está asegurado por otro flanco. La paralela labor remunerada se traduce para ellos y ellas en sosiego y libertad creadora desde las que afrontar la escritura, y los une de alguna manera a aquellos otros/as que ya cuentan con un respaldo por parte de familia y patrimonio. Del otro lado, e inducido a través de ese crédulo entusiasmo que acabó por ser más bien herramienta capitalista maquillada de “motivación”, otras personas se ven en la necesidad de “comprar” ese tiempo —en favor de la investigación artística y de la creación— a través de trabajos precarios. He ahí la brecha.

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Uno de los principales obstáculos del sector literario en lo que respeta a su profesionalización es que lleva en su seno parte de sus involuntarios enemigos.
Como paciente de una suerte de dolencia autoinmune —de una manera seguramente poco proactiva, bastante inconsciente, hasta casi sin saberlo—, muchos de sus integrantes atacan desde el interior. Infunden ideas confusas, alimentan modelos caducos, siguen maneras descuidadas, perpetúan juicios poco constructivos, aceptan y refrendan condiciones que solo acarrean precariedad para presente y futuro. Sé que no replican una ruindad programática, pero es posible que descuiden la resonancia que pueden llegar a tener cada una de nuestras tibias pasividades. Con su relajo en el criterio o con su permisividad, colaboran con el bloqueo sin enterarse.

Lo hacen sentados sobre viejas inercias, parapetadas en la neutralidad. Ponen obstáculos y, sin saberlo, impiden el avance, tanto para ellos como para sus compañeros y compañeras. Tengo para mí que parte del problema alienta teñido de un cierto y distraído, irreflexivo individualismo. A cada nueva propuesta que recibe un autor, una autora, se responde después de un autoexamen personalista. Estrictamente particular. Balances individuales tras los que vienen respuestas que sientan —con todo— ideario y precedentes de más alcance.
Puede que eso sea así porque no se hayan apuntalado dos herramientas poderosas: conciencia con respeto al oficio y noción de colectivo. Y el creciente individualismo al que —lo estamos viendo— nos va acorralando la sociedad capitalista desarticula la vindicación organizada y rompe el vínculo moral en las formas. (…) Y el sistema calla cómplice frente a esos comportamientos individualistas, porque también cargar las costas de la “responsabilidad personal” tiene el efecto de aligerar, al tiempo, una responsabilidad social de la que cabría esperar mucho más cuando el problema es realmente estructural. Mas, en tiempos de crisis económica y política, es obvio que al poder le va a interesar cualquier descargo de una responsabilidad que desde luego también le correspondería.

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(…) Además de sentar funcionales precedentes, en lo que atañe a lo comunitario los ejemplos concretos pueden acaso actuar como acicate pero, por mucho que empuje, la acción individual siempre resultará flaca si no estimula la cohesión gremial a la que vengo de referirme anteriormente. Solo en la presión colectiva reside el germen que frene las malas praxis. Primero la toma de conciencia, luego las negativas a aceptar condiciones exiguas, junto a la extensión de nuevas ideas y principios que implementar en nuestro oficio.

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La misma pasión por lo que hacemos que suele ser esgrimida contra nosotros como compensación —en sí misma— más que suficiente, puede ser, así, nuestra salvación y nuestra condena. Claro que amar la labor propia debería ser una aspiración cuanto más extendida en una sociedad feliz y satisfecha. Pero, lo mismo que darnos vida, podría ponernos al límite de nuestras necesidades. Exigir más de nosotros y hacerlo aún por voluntad propia. Hacernos, por tanto, tan potencialmente repletas de una invencible fortaleza como vulnerables.
Todo dependerá del autoexamen; de lo conscientes, sanas y equilibradas que seamos en la relación con esa pasión nuestra, de los límites que decidamos (y podamos aplicar) para con ella y de su gestión en el contexto comunitario. ¿Talón de Aquiles por donde nos agarren o prodigiosa facultad? ¿Condena o herramienta?
Lo mismo que el amor.

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Agarrarnos al comodín de la palabra “NO” está entre el penúltimo y el antepenúltimo cartucho. Casi como de puntillas, bamboleamos sobre las cuerdas flojas en las que se cruzan nuestros límites y nuestros principios. Tememos que las negativas afecten al tráfico de propuestas de las que luego vivimos, retando nuestro futuro sobre todo cuando de un país y sistema pequeños se trata.

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Si todas las inestabilidades no llegan —con suerte— a coaccionar de ninguna forma nuestra libertad creadora, sí podrán comprometer nuestro tiempo, que es justamente donde se cría tal libertad. Porque, aunque orbiten alrededor de la creación literaria, hay además un millar de pequeños encargos, actos y labores —de gratificación más inmediata— que van comiscando nuestras horas, silenciosas. Eso por no hablar de la exponencial, preocupante, burocratización de todos los procesos: participar en un proyecto, cobrar por una actividad, concurrir a una ayuda, exigen de nosotros lenguajes y energías para las que no estamos suficientemente entrenadas (¿deberíamos acaso estarlo?, ¿quién dicta ese precepto?, ¿a quién sirve?). Time is money, dicen en lengua inglesa. Si la escritura precisa de tiempo y el tiempo es oro, es fácil inferir que la escritura precisa oro.

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Si a pesar de todo hay escritores/as que sueñan con transformar su pasión en empleo, la realidad con la que frecuentemente chocan pasa por ser su labor tratada como si fuese un pasatiempo, a la vez que su fuerza de trabajo es rentabilizada por terceros. Y bien que sabe el poder respecto de todo esto, pero nunca lo pronuncia en alto. Hace falta mantener la rueda en beneficio propio.
Más que encontrar la profesionalización de su afición, los autores y autoras baten a menudo con la “amateurización” de su trabajo.

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Si te inclinas por mantener una imagen pública permanentemente “altruista” o “colaboradora con la causa” y ahorrar conversaciones tal vez incómodas para ti, más tarde tendrás que asumir las manos vacías, y hasta aceptar que haya compañeros/as con posiciones diversas, en los casos en que la organización no haya regularizado unos estándares (como quizás debería, mas también esa propia falta de sistematización y de cohesión gremial de los y de las escritoras provoca estos titubeos). Si por lo contrario te incomoda que alguien invirtiese antes que tú saliva y tiempo, cierta tensión dialéctica y exposición a la crítica, y cobrase un dinero en detrimento tuyo, entonces quizás deberías cobrar.
Hay quien no solo evade una primera línea de batalla por evitar la confrontación, por presión social, por inercia, por ser aceptada en el grupo y dentro de sus valores en boga, sino que aún —por los mismos motivos— se muestra cómplice con el statu quo e incluso censura a quien lo rebate. Pero también pueden ser los primeros que se apunten a los beneficios cuando las luchas de quienes se expusieron lleguen un día a dar fruto. Lo hemos visto tantas veces. La perspectiva crítica puede abrir caminos para un futuro, pero le baten en la cara —como mosquitos en el parabrisas— los reproches.

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Pese a todo, una vez dado el salto, también lo que se convierte de afición en trabajo concede a quien lo ejerce valor, satisfacción y confianza. El ánimo sutil de la autoestima. La creciente profesionalización del sector a la que aspiramos traerá también beneficios generales al oficio de la escritura, a la propia literatura, a la percepción de la práctica literaria en nuestra sociedad, resignificada por fin. Eso por no hablar del auténtico disparador de la internacionalización de una literatura: solo si las autoras y los autores se pueden permitir atender convites del exterior proyectarán sus obras en un ámbito global.

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En torno a la idea de desarrollar el trabajo literario sin recibir a cambio ninguna compensación, he escuchado a menudo la alusión a esa participación activa que brinda apoyo en favor de una causa, señaladamente política (dicho en amplio sentido). Entiendo que se pretende hacer alguna suerte de metáfora, pero hace falta no olvidar que la poesía no es en sí misma ninguna causa social. Puede transmitirla como traslada tantas ideas, esperanzas, emociones, deseos, ora individuales ora colectivos, mas no se deben confundir contenido y continente. La poesía se ha instrumentalizado —eso es distinto— para la militancia política en favor de un ideario dado, mas, ¿qué sentido tendría que constituyese “militancia” en su propio favor? (…)
Ocurre que —asunto espinoso— en ciertos casos que incluyen el de la expresión en verso, puede resultar confusa la línea divisoria entre la voluntad de difusión y la respuesta de la acogida. ¿Interesa más al proyecto que procura incrementar valor mediante voces literarias o a aquellas que se suman? ¿Es realmente mayor la demanda del público lector o la necesidad expresiva de los/as poetas? Nuevamente, lo malo no es hacernos personalmente conscientes de que el gozo, cierto alimento de la vanidad y la realización personal nos metan gol en propia puerta, el problema viene cuando terceros se lucran del efecto o cuando —en el oficio compartido por todo un colectivo— otras que lo precisan dejan de ganar. (…)
En cualquier caso y como ya llegamos a apuntar entre estas páginas, parece fácil que el número de poetas que pueden vivir de su obra constituya un buen termómetro del desarrollo material y de la normalización de la cultura de un país. Y ¿no debería ser acaso un síntoma deseable?

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(…) comprobaba así un muro crucial contra el que batimos: ¿para qué apoyar desde lo público lo que los individuos ya están dispuestos a hacer por su cuenta?, ¿para qué mejorar las condiciones cuando la gente está conforme con las malas?
Si entendiésemos estas dinámicas dándoles forma de círculo, podríamos hablar tanto de la insolencia de quien aprovecha para descargarse de responsabilidades políticas como de la indolencia de quien no reflexiona ni reclama. Siempre va a costar más que te paguen si tú no cobras. Las instituciones nunca van a anteceder al pueblo. Solo a la fuerza de la reivindicación social puede seguir un cambio de postura pública. Es solo el grito, no el silencio, lo que transforma.

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¿Te gustó el libro? ¿Te encendió una luz donde antes había sombra? ¿Tiró de tu reflexión como si fuese un hilo rojo? ¿Sacudió el jardín de tus certezas? ¿Desplazó tu lugar? ¿Apaciguó tu tiempo con viajes envolventes? ¿Te hizo sonreír?
Pues… si así fue, supongo que se lo debes al color de su portada, a la costura perfecta en la bisagra de la página, a los márgenes que diseñó la maquetación. Entiendo que fue por la manera en que lo transportaron hasta la librería donde lo compraste, por cómo estaba colocado en aquella estantería.
Y si así me expreso es porque sobre todo es por cada uno de estos aspectos por lo que pagaste cuando compraste el libro.

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Repitámoslo de frente: el sostén de los géneros artísticos específicamente minoritarios nunca deberá quedar apenas en manos del mercado, pues su evolución y desarrollo son también los de la cultura de un país. Es justo ahí donde debe situarse el apoyo (material, sin interferencia en contenidos) de la Administración. Por eso los autores y autoras reclamamos apoyos económicos concretos que se dirijan al propio proceso creativo. Que pongan al creador o la creadora en un rol de mayor relieve en la cadena de valor.

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(…) analicemos ahora otro vocablo habitual dentro de las disciplinas de corte artístico: el de la “producción”. Quisiera extraerle aquí su cariz más económico para llevarlo a una dimensión mayor, pues “producción” es toda acción y efecto de crear, de generar, de elaborar. Es bien sabido —una vez más— que solo existe aquello que se nombra, de ahí la importancia y el reconocimiento que adquiere hablar de una “producción escénica”, una “producción artística”, una “producción audiovisual”. Ponerles nombre fue el primer paso para revelar y poner el foco, justo un minuto antes de advertir de sus necesidades. “Señoras y señores: para que exista una obra de teatro, una instalación artística o un cortometraje de ficción, hay antes toda una preparación y un proceso ejecutor hasta el resultado.” Visibilizar el proceso como medida previa a la búsqueda de su respaldo.
(…) Que se reconozca y se hable tan poco de una “producción literaria” empaña aún más el proceso e incide en el mito de una espléndida fuente, poco menos que infinita, al tiempo que pierde oportunidades de reclamar apoyos para esa producción.

El cambio de paradigma debería venir entonces al apoyar la escritura creativa durante el propio proceso de creación. Más allá de los galardones a posteriori, precisamos medidas que proporcionen el espacio, el tiempo y sobre todo las condiciones para poder desarrollar nuestra escritura creativa. Tal vez menos enhorabuenas y más ayuda.

*

Probablemente nunca hayamos tenido tantos textos literarios al alcance como hoy. Y, si eso es así es, antes que nada, porque esos escritores y escritoras estuvieron dispuestos a invertir muy buena parte de sus energías en una creación con pocos visos de retorno. Nos resultan ajenas las circunstancias que hubo detrás de esos autores/as, si tuvieron que afrontar o no vicisitudes para llevar una vida viable, especialmente en contextos de crisis que se ceban más con tal tipo de trabajadores/as. La tenacidad intentando imponerse a unas condiciones exiguas. Claro que hay distintos grados de implicación en la creación escrita en cuanto a autoexigencia, dedicación, alcance, revisión de lo escrito, pulido de su acabado. Pero lograr una excelencia y mantener la carrera en el tiempo no es fácil a cambio de los insostenibles beneficios.
Más allá de ello, pueden llegar a saltarnos al paso propuestas de escritura más lucrativas que descartemos en favor de nuestra integridad creativa. También una trayectoria se construye a base de eso: no tanto de los “síes” como de los “noes” que pronunciamos.
En cualquier caso, la cruda realidad es que la supervivencia a través de la poesía es casi un milagro. Los mitos meritocráticos de “si te esfuerzas lo podrás conseguir”, como si el entusiasta mantra se cumpliera a base de repetirlo, llena las bocas de promesas poco probables mientras puede encubrir desigualdades en las condiciones (incluido el propio talento) y culpa al individuo por no esforzarse lo suficiente. Si quienes vivimos de la poesía en el Estado español constituimos números tan escasos, no es difícil que perseguir semejante meta acabe por ser una carrera autoexplotadora y frustrante. Es esa misma cultura del esfuerzo que hace tantos estragos personales, mientras exige de nosotros siempre un mejor rendimiento. La del mandato individualista que te responsabiliza a ti por no lograr un mayor “éxito” (ese fracaso de concepto), obviando cuestiones estructurales que escapan tanto a tu control como a las tendencias culturales del momento, la fortuna crítica o determinadas coordenadas políticas que pueden afectar en la recepción de tu trabajo. Los relatos triunfantes pueden generar endorfinas, pero también obviar todas las renuncias, las dificultades y, en general, lo poco que abundan.

*

Ya en el siglo IV, Aristóteles diferenciaba la “economía” de la “crematística”. Mientras que la segunda procuraba la acumulación de riquezas tomándolas como fin en sí mismo, la primera hacía de los recursos materiales un medio para alcanzar una vida feliz y justa. Es fácil relacionar así lo crematístico con el lucro de unos pocos y lo económico con un ecuánime y sostenible reparto del dinero. Si nunca debemos disociar el análisis económico de la ética, es tiempo de mostrar una mayor consideración para con valores que nos humanizan tanto como lo hace el arte y la cultura.
Versos y dinero. Trabajo poético y compensación monetaria. Economía y poesía fue una rima interna que es hora de tañer con dignidad y armonía.

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