La violencia practicada por la derecha o la izquierda dentro de una llamada democracia es intolerante. Y no puede ser que solo por el simple hecho de pensar distinto que el otro tengamos que agredir, torturar o matar. Eso es una tiranía. Es aquí donde tiene que funcionar el Estado de Derecho, la balanza y la interdependencia entre los poderes del mismo, y no menos importante, el buen funcionamiento de la institucionalidad, particularmente de los entes rectores en hacer respetar las leyes, y aplicar ese tesoro deontológico que tiene el derecho, llamado justicia.
Por eso es inaceptable que lo que ayer fue malo para unos, tras los sucesos acaecidos en el país, sobre todo después del golpe de Estado de 2009, y luego de las protestas callejeras con ocasión de la amañada reelección presidencial de 2018, vengan hoy a quedarse callados, o lo peor, a defender y justificar sin argumento alguno, las barbaridades que en Venezuela se están cometiendo a diario contra un pueblo indefenso que reclama en forma pacífica, el respeto de una abrumadora victoria, que aquellos bárbaros se niegan por la fuerza de las armas, a reconocer.
Hablamos de una sistemática violación de derechos humanos, como la que se ejecuta en El Helicoide de Caracas, el centro de tortura más grande de América Latina, documentado por la prensa internacional. Y llaman al presidente de ese país un “demócrata”, pero tirano, jamás. Aquí hay una combinación nefasta de interesada miopía y de perversa complicidad. No menos cierto es también, que, a lo largo de nuestra historia reciente, los hondureños, particularmente los partidos políticos a través de sus dirigentes, han desperdiciado olímpicamente las oportunidades de conciliar las voluntades populares bajo un mismo objetivo: buscar incasablemente el bienestar común de los ciudadanos y habitantes del país.
Por ende, en vez de ir tras la persecución del desarrollo político, económico y social de la nación, solo han visto sus mezquinos intereses particulares en juego. Esas oportunidades surgieron luego del conflicto armado con El Salvador en 1969, que entre otros impactos le puso fin al esfuerzo de integración regional conocido como Mercado Común Centroamericano (MCCA). Después con los desastres provocados, primero por el Huracán Fifí en 1974 y después por el Huracán Mitch en 1998, que afectaron severamente la economía, volviendo desde entonces, altamente vulnerables una gran cantidad de ciudades en todo el territorio nacional.
Y finalmente llega el golpe de Estado de 2009, con lo cual se rompe el orden constitucional, surgiendo nuevamente el clamor de las mayorías para que los partidos políticos se comprometieran seriamente a favor de los intereses sagrados de la patria. Se sacudieran los politiqueros abusadores y surgieran en su relevo hombres y mujeres comprometidos con la democracia, la transparencia, la ley y el orden público. Orden, tan pisoteado anteriormente por unos y otros sin distinción posible, o si, solo por el gonfalón de tirios o troyanos.
Y hoy, seguimos en lo mismo, o peor, pretendiendo por todos los medios posibles cambiar el sistema político que aún nos rige, amparados en un sueño utópico vía una refundación con una constituyente inspirada en la doctrina del socialismo del siglo XXI, donde casi por decreto, se garantizará vivienda y demás privilegios para los más desposeídos, se vencerán las injusticias, se acabará la pobreza y las migraciones pues habrá trabajo y seguridad para todos. Lo mismo que salud y educación como nunca antes se ha visto.
Vean, aquí tenemos leyes para todo. Aquí podremos cambiar el nombre de Honduras, por el de Japón, Suecia, París, Londres, etc., y no cambiará nada. Lo que necesitamos es cambiar de mentalidad, de chip. Por qué no vernos en el espejo de Singapur, por ejemplo, para incentivar el comercio y la inversión, fortalecer el sistema de seguridad social, promover mejor vivienda para sus ciudadanos; un sistema educativo universalmente accesible y de altísima calidad, y por sobre todas las cosas, fomentar un sistema legal fuerte y confiable que meta a los corruptos a la cárcel, sea quien sea.
Se debe garantizar la alternancia en el ejercicio del poder; respetar el voto popular. Transparencia absoluta en el manejo de los fondos públicos, control eficiente y rendición de cuentas. Equilibrio de la balanza de poderes, combatir el compadrazgo político apostando más bien por la meritocracia. Todas, medidas conducentes para buscar el desarrollo del país, y no menos importante, fortalecer la escala de valores y principios de sus ciudadanos. ¡Ese es el camino!
J.J. Pérez López.
Barrio El Manchén.
Tegucigalpa, M.D.C.